23 jun 2015

Las quinientas fabulaciones de Remedios la bella



 
Una cualidad de las ciudades antiguas es su extraña relación con el tiempo. Se mientan fechas como si fuesen los nombres de las calles y las personas, pero pocos recuerdan el primer gesto o el sonido que atravesó la nada.
Sin embargo en la plaza Isabel II de Remedios las conversaciones transcurren entre oquedades y luces. La imprecisa fundación, las luchas contra piratas, los demonios y sus maldiciones, las ciudades enemigas y las trabas que tanto impulsaron a los antepasados. Los nombres de los santos y los magos se mezclan con los alcaldes, los artistas, los patriotas. Alguien habla de mitomanía y menciona a Lino Lobatón y su jungla casera, a Lucía y sus fantasías silenciosas, al parrandero cuyo nombre aún mientan las viejas de la calle Olleras.
Las ciudades perdidas son prolíferas en años. Cumplen edades, pero no envejecen. Remedios, por ejemplo, conserva un rostro de muchacha campesina con aires de poetisa. Ella tiene un sitio tan impreciso como único entre sus hermanas: es la Octava Villa pero sostiene su amistad con el pasado. Se asoma a los balcones o va a misa para celebrar su quinientos cumpleaños. La juventud colma los vacíos del tiempo.
En una extraña relación con los años, Remedios la Bella se destaca por una magia cíclica. Los hechos históricos y las mitologías se reiteran en una telaraña que atrapa a oriundos y foráneos. El agua remediana alberga enormes serpientes, embruja y enamora a quienes la beben. Las noches rocían las casas con la sangre de conquistadores y bucaneros, así somos miembros de alguna tripulación del pirata Olonés o parroquianos de la taberna El Caballo Blanco, de donde partieran tantas expediciones reales o fantásticas. Cuando le decimos de su perenne belleza, Remedios evoca la fuente de la eterna juventud hallada por Vasco Porcallo en sus correrías por la península de Florida.
Dos iglesias se erigieron contra los demonios que acechaban las edades de Remedios. Una mayor y dorada, señorial, nos recuerda las familias fundacionales y el espíritu culto de la ciudad. La otra, menor, resulta plebeya y pintoresca, auténtica y mitológica (allí nació la primera luz que dio en llamarse Virgen del Buen Viaje). Ambas hieren la tarde con sus agujas y forman la fisonomía indiscutible de la ciudad. En tiempos de parrandas los templos se incendian y renacen como espejismos. Remedios bautiza a sus hijos con apodos infinitos, los ecos de la muchacha recorren la calle del Paradero y resuenan en la plaza del mercado, regresan a través de los callejones y vuelven en alud hasta la Iglesia Mayor, madre de toda fabulación.
Sólo una vez queda trunca esa extraña relación entre Remedios y el tiempo: cuando se le quiere situar una fecha de nacimiento. Entonces los magos y las serpientes desaparecen y los espejismos de las iglesias se refugian en las aguas subterráneas. La ciudad queda como una huella sólo visible para quienes conjeturan exactitudes. La muchacha prefiere lo impreciso y se oculta tras los arbustos de La Bajada, junto al Guije Bueno y la Madre de Agua. Cantan una balada dedicada al tiempo, el novio furtivo de La Bella.
Nadie sabe si Remedios es una ciudad o una muchacha, si su relación con el pasado es de luz o de sombras. Ahora cumple quinientos años y viene a la fiesta con todo el atavío de los siglos, pero advierte que su edad resulta cosa secundaria, que prefiere la alegría de la Plaza Isabel II. La vemos llegar y quedamos prendados. Sonríe y habla como una campesina con aires de poetisa.

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