Una
cualidad de las ciudades antiguas es su extraña relación con el tiempo. Se
mientan fechas como si fuesen los nombres de las calles y las personas, pero
pocos recuerdan el primer gesto o el sonido que atravesó la nada.
Sin
embargo en la plaza Isabel II de Remedios las conversaciones transcurren entre
oquedades y luces. La imprecisa fundación, las luchas contra piratas, los
demonios y sus maldiciones, las ciudades enemigas y las trabas que tanto
impulsaron a los antepasados. Los nombres de los santos y los magos se mezclan
con los alcaldes, los artistas, los patriotas. Alguien habla de mitomanía y
menciona a Lino Lobatón y su jungla casera, a Lucía y sus fantasías
silenciosas, al parrandero cuyo nombre aún mientan las viejas de la calle
Olleras.
Las
ciudades perdidas son prolíferas en años. Cumplen edades, pero no envejecen.
Remedios, por ejemplo, conserva un rostro de muchacha campesina con aires de
poetisa. Ella tiene un sitio tan impreciso como único entre sus hermanas: es la
Octava Villa pero sostiene su amistad con el pasado. Se asoma a los balcones o
va a misa para celebrar su quinientos cumpleaños. La juventud colma los vacíos
del tiempo.
En
una extraña relación con los años, Remedios la Bella se destaca por una magia
cíclica. Los hechos históricos y las mitologías se reiteran en una telaraña que
atrapa a oriundos y foráneos. El agua remediana alberga enormes serpientes,
embruja y enamora a quienes la beben. Las noches rocían las casas con la sangre
de conquistadores y bucaneros, así somos miembros de alguna tripulación del
pirata Olonés o parroquianos de la taberna El Caballo Blanco, de donde
partieran tantas expediciones reales o fantásticas. Cuando le decimos de su
perenne belleza, Remedios evoca la fuente de la eterna juventud hallada por
Vasco Porcallo en sus correrías por la península de Florida.
Dos
iglesias se erigieron contra los demonios que acechaban las edades de Remedios.
Una mayor y dorada, señorial, nos recuerda las familias fundacionales y el
espíritu culto de la ciudad. La otra, menor, resulta plebeya y pintoresca,
auténtica y mitológica (allí nació la primera luz que dio en llamarse Virgen
del Buen Viaje). Ambas hieren la tarde con sus agujas y forman la fisonomía
indiscutible de la ciudad. En tiempos de parrandas los templos se incendian y
renacen como espejismos. Remedios bautiza a sus hijos con apodos infinitos, los
ecos de la muchacha recorren la calle del Paradero y resuenan en la plaza del
mercado, regresan a través de los callejones y vuelven en alud hasta la Iglesia
Mayor, madre de toda fabulación.
Sólo
una vez queda trunca esa extraña relación entre Remedios y el tiempo: cuando se
le quiere situar una fecha de nacimiento. Entonces los magos y las serpientes
desaparecen y los espejismos de las iglesias se refugian en las aguas subterráneas.
La ciudad queda como una huella sólo visible para quienes conjeturan
exactitudes. La muchacha prefiere lo impreciso y se oculta tras los arbustos de
La Bajada, junto al Guije Bueno y la Madre de Agua. Cantan una balada dedicada
al tiempo, el novio furtivo de La Bella.
Nadie
sabe si Remedios es una ciudad o una muchacha, si su relación con el pasado es
de luz o de sombras. Ahora cumple quinientos años y viene a la fiesta con todo
el atavío de los siglos, pero advierte que su edad resulta cosa secundaria, que
prefiere la alegría de la Plaza Isabel II. La vemos llegar y quedamos
prendados. Sonríe y habla como una campesina con aires de poetisa.
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