Aparentemente mi amigo Mateo era
cazador en la India. Durante una de las tantas salidas a la selva halló una creencia
aborigen: personas con almas de tigres. Tribus enteras de gente que en la noche
abandonaba su cuerpo para asumir la conducta y la forma de un monstruo. Aquello
que Mateo tachó de superstición indígena,
se confirmó cuando uno de los compañeros de caza no quiso matar un tigre porque
era su pariente lejano.
Esas historias que mi amigo destilaba
a la distancia de los años generaron en mi mente la burla y la duda. Pensar que
una parte de la humanidad en cualquier lugar del mundo era de esencia tigresca,
tener por cierto que el chico del colegio asumía el ropaje de un gato gigante y
salía a cazar. –Y no sólo eso –decía Mateo– hasta cabe la certeza de que tú y
yo tengamos alma de tigre, pues la manifestación del fenómeno está unida a la
inconsciencia y el sueño.
El presidente, el barrendero, el
ministro de cultura, la actriz de cine, el periodista, la presentadora de shampoo,
el que juega béisbol, la vecina medio muerta o medio viva, todos podrían ser
tigres, garras que abren estómagos y magullan las aceras en la noche y derriban
las cercas y rompen las cunas y matan las crías. Una creencia así no sólo
explicaba cuánta crueldad puede existir, sino las causas de dicho sentimiento. Mateo
sostuvo su historia delante de mi dubitación aún en medio de aquella noche en
que juntos salimos a cazar un tigre en plena ciudad –Para demostrarte que aún
en medio del océano, en un barquichuelo de pescadores de cetáceos, hay gente de
esencia felina –Dijo él mientras engrasaba los cartuchos de su vieja escopeta.
La noche estaba tranquila, un carro
de la policía nos pasó de largo en la avenida y el brillo de los ojos de uno de
los agentes me pareció novedoso e intimidante. Nos metimos en un club lleno de
rockeros, donde las sombras escondían y a la vez mostraban nuestra empresa.
Nadie se molestó ante el hecho de vernos aparecer, porque todos estaban tan
borrachos o tan drogados, que ni un remolino los despertaba. –¿Ves a ese?
–Mateo señalaba a un jovencito universitario de una camiseta a rayas, los ojos
del chico brillaron amenazantes, pero envueltos en nubes de marihuana. Nos
fuimos acercando a nuestro objetivo y le dimos caza fácilmente, un golpe en la
cabeza y ya lo teníamos encima de la acera, tirado a lo largo.
Mantuvimos al chico en ese estado
todo el tiempo posible, le inyectábamos droga por el día a la espera de que en
la noche saliera su espíritu de tigre.
Mateo estaba convencido de que el sujeto elegido era la demostración de su
creencia, yo sólo me cuestionaba cómo fui a una empresa tan loca. A la semana
los resultados del experimento eran nulos y le hablé de liberarlo, pero la
evidencia nos delataba. Entonces descuartizó al muchacho y lo metió en el
refrigerador. –Es por nuestro bien, en definitiva sólo matamos un tigre más–
quizás estas justificaciones de Mateo respondían a una mente enferma, jalonada
por tantos años de internamiento en la selva o por sabrá dios cuántos
asesinatos. –Ya verás cómo, en el transcurso de los días, el cadáver muestra
las huellas del alma de un tigre y me darás la razón– Pensé que mi amigo sólo
quería matar a alguien y ahora usaba estas creencias para sepultar el hecho ante
sus ojos y los míos.
Mateo y yo montábamos guardia junto
al cadáver, le arrojamos agua para que los efectos de la congelación no lo
destruyeran. No abundé más acerca de mis dudas, pues noté en mi amigo una
excitación cercana al instinto de suicidio o de asesinato. En mi adolescencia temí
de los mayores, esos que te maltratan a la salida. Quizás todo lo vivido tuvo
siempre un por qué más sencillo y contundente.
Al tercer mes el cadáver no mostraba
evidencias felinas. Mateo desapareció en una noche de ciclón, cuando las
ráfagas sonaban como los alaridos de un tigre. Quedé junto al chico muerto del
refrigerador, en una casa vacía. Los muebles y toda la decoración del lugar
imitaban las consabidas rayas amarillas y pardas, había cuadros con imágenes de
caza, películas, documentales de Discovery Chanel. Comencé a pensar que va y
Mateo nunca fue a la India, quizás sólo se embobó con toda la parafernalia
acerca de la selva y los gatos gigantes.
Me nublé en las nubes de la marihuana
que estaba guardada al lado del tapete de un tigre asirio. Vi figuras amorfas,
con ojos enormes e inexpresivos. Caras rayadas y colas largas. Colmillos con
sangre. Las imágenes caminaban por la habitación, maullaron. Eran seres
humanos, pero de esencia tigresca. Hice
el amor con una de aquellas mujeres a rayas, mordí su culo peludo y besé sus bigotes.
Me sumergí en aquel mundo que de pronto era amplio, lleno de avenidas o de
selvas, de edificios o de árboles, de gente o de presas.
Desperté sin noción del tiempo, vi el
cadáver que todavía no mostraba huellas de tigre. Era de noche y un carro
policía chilló en la distancia de alguna calamidad. Me fijé en los arañazos de
mi cuerpo y en la mordida aún sangrante que me jalonaba la pierna izquierda.
Salí a la calle y todo era oscuridad, un aire erizaba los tejados y el silencio
intentó revelar algo intangible, legendario. En la acera de la bodega unos
chicos universitarios se daban besos o mordiscos, no supe bien, sus ojos
alumbraron mis pasos y escuché un maullido.
Noté que las aceras y las cercas
estaban magulladas, había una especie de pintura primitiva en las paredes que
representaba diferentes tipos de gatos gigantes. El carro de la policía pasó de
largo chillando y chocó contra una esquina, un hombre a cuatro patas saltó del
interior del vehículo para ocultarse en los matorrales del basurero cercano.
Volví a Casa de Mateo, el hambre me
torturaba. Todo el refrigerador estaba cubierto por los trozos del cadáver. La
radio y la tele no transmitían, el grito de una mujer en la vivienda contigua
se confundió con el estruendo de algo cayéndose. Me serví una de las piernas de
aquel chico congelado que aún no mostraba huellas de tigre. El sabor trajo el
recuerdo de aquellos años duros, llenos de apagones eléctricos, cuando comerse
un gato era el manjar más cercano a la delicia. Y el viento volvió a soplar en
la ventana y vino otro grito que se prolongó hasta volverse llanto.
En medio de mi sueño de esa noche vi
más mujeres peludas, hice el amor varias veces. Desperté a mitad de la
madrugada, ya no había marihuana detrás del tapete asirio. Entonces estuve un
rato mirando las manchas de humedad que el ciclón dejó en las paredes, mientras
recordaba las pinturas primitivas de la calle: un hombre con hocico y cola, un
tigre con piernas y manos, una cara a
rayas entre amarillo y pardo. Antes de conciliar di vueltas en la cama, unos
ruidos de gatos en el techo me molestaban, ronroneé un poco y al fin dormí unas
horas.
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