21 dic 2012

Mi mala educación

Yo siempre fui distinto, siempre me costó adaptarme a cualquier autoridad. En la escuela mi rebeldía whitmaniana sirvió muchas veces para agitar a una clase sumisa, paciente, que asentía a los gritos del maestro. Entonces me paraba sobre la mesa y a la manera de los miembros del Club de los poetas Muertos, gritaba: ¡Oh, Captain, my captain!
La película me apasiona, en especial la frase que a mi entender la resume: carpe diem. Una lección que en la villa de los demonios y la soledad deberían aprender. No se trata de una incitación a la vida alocada, sinsentido, falsamente hedonista que en este erial pulula; sino de una filosofía altamente individualista, sabia, que llama a llevar tus capacidades al límite, a no quedarte en el pupitre de los aburridos, o en el banquillo de los conformistas.
Muchas veces me pronosticaron que con los años disminuiría mi rebeldía, que el diarismo atroz, como un dragón de china, no perdona atisbo de creatividad, de inquietud. Ahora mismo lo más agitado que hay por aquí es un juego de fútbol en la tele, donde Leo Messi le da pataditas a un balón, con la anuencia de seguidores y etiquetas de marketing. Y más tarde, en la noche, la rayada canción reguetonera que se dice transgresora. Todo ello es puro conformismo, espíritu aburrido, mediocridad.
Hace poco leía en un libro búlgaro (de la era Breznev) algunos conceptos sobre el kitsch. Me asombró descubrir que las mismas concepciones, que yo había formulado desde lo empírico, sin mirar ni un solo tratado de estética, ya existían. Allí estaban las coordenadas del mal gusto, la forma en que este se propaga  y el por qué de su arraigo en el pueblo.
El pueblo es un concepto que siempre me despertó dudas. ¿Qué es en definitiva esa masa, sino algo amorfo, presto al kitsch, a la mediocridad? El pensamiento colectivo, de tribu, abunda allí donde se elimina la disensión de criterios. Vemos que el kitsch florece en esos períodos de baja creatividad en la historia, como en el multitudinario nazismo alemán. Aquellos degenerados que se atrevieron a quemar libros y prohibir cuadros geniales. El ser, mientras más individuo, es más humano.
El kitsch aflora cuando no se permite una vida distinta y prevalece el criterio anquilosado de una provincia monótona, poco creativa, donde cada etapa sucede a la anterior, de forma cronometrada. Mis vecinos son por ello bastante kitsch. No les molesta colgarse de la radio, cuando pasan esa cancioncita supuestamente romántica, que habla del amorío de siempre.
Nadie sabría definir por acá un justo juicio sobre el arte. Una opinión estética bien fundada, o emitida desde la sensibilidad humana, podría calificarse de (¡horror!) afeminamiento. Me pregunto qué harían estos vecinitos si de pronto la televisión nacional, muy kitsch y conformista ella, transmitiera esas obras cinematográficas que aún sufren de una tonta censura. Películas sensuales, como las de Almodóvar, de un mensaje estético exquisito, crearían ronchas entre los tomadores de ron de la esquina. ¡Ni hablar de la hermosa decadencia de Visconti en Venecia!
Recuerdo que cuando en el espacio La Séptima Puerta se atrevieron a rodar Brokeback Mountain de Ang Lee, alguien en su extremismo añoró el retorno de la Inquisición. Y así sucede siempre con la diferencia, ingrediente sine qua non del auténtico arte.
Ninguna enfermedad mental es deseable, mucho menos el miedo a la diferencia. 
Ahora mismo he leído en la red varios post sobre Muerte en Venecia, de Luchino Visconti. El miedo a la creatividad está en todas partes, veo comentarios que alaban el brillantísimo vuelo poético del genio italiano, la originalidad de un Mann más decadente que nunca y la música de Mahler, siempre como un dios griego, melodiosamente ubicuo. Pero otros sólo deploran el logrado esteticismo de la cinta y quieren ver interpretaciones inquisitorias, propias de aquellos tribunales de la intolerancia medieval.

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