Yo siempre fui distinto, siempre me
costó adaptarme a cualquier autoridad. En la escuela mi rebeldía whitmaniana
sirvió muchas veces para agitar a una clase sumisa, paciente, que asentía a los
gritos del maestro. Entonces me paraba sobre la mesa y a la manera de los
miembros del Club de los poetas Muertos, gritaba: ¡Oh, Captain, my
captain!
La película me apasiona, en especial
la frase que a mi entender la resume: carpe diem. Una lección que en la villa
de los demonios y la soledad deberían aprender. No se trata de una incitación a
la vida alocada, sinsentido, falsamente hedonista que en este erial pulula;
sino de una filosofía altamente individualista, sabia, que llama a llevar tus
capacidades al límite, a no quedarte en el pupitre de los aburridos, o en el
banquillo de los conformistas.
Muchas veces me pronosticaron que con
los años disminuiría mi rebeldía, que el diarismo atroz, como un dragón de
china, no perdona atisbo de creatividad, de inquietud. Ahora mismo lo más
agitado que hay por aquí es un juego de fútbol en la tele, donde Leo Messi le
da pataditas a un balón, con la anuencia de seguidores y etiquetas de
marketing. Y más tarde, en la noche, la rayada canción reguetonera que se dice
transgresora. Todo ello es puro conformismo, espíritu aburrido, mediocridad.
Hace poco leía en un libro búlgaro
(de la era Breznev) algunos conceptos sobre el kitsch. Me asombró descubrir que
las mismas concepciones, que yo había formulado desde lo empírico, sin mirar ni
un solo tratado de estética, ya existían. Allí estaban las coordenadas del mal
gusto, la forma en que este se propaga y el por qué de su arraigo en el
pueblo.
El pueblo es un concepto que siempre
me despertó dudas. ¿Qué es en definitiva esa masa, sino algo amorfo, presto al
kitsch, a la mediocridad? El pensamiento colectivo, de tribu, abunda allí donde
se elimina la disensión de criterios. Vemos que el kitsch florece en esos
períodos de baja creatividad en la historia, como en el multitudinario nazismo
alemán. Aquellos degenerados que se atrevieron a quemar libros y prohibir
cuadros geniales. El ser, mientras más individuo, es más humano.
El kitsch aflora cuando no se permite
una vida distinta y prevalece el criterio anquilosado de una provincia monótona,
poco creativa, donde cada etapa sucede a la anterior, de forma cronometrada.
Mis vecinos son por ello bastante kitsch. No les molesta colgarse de la radio,
cuando pasan esa cancioncita supuestamente romántica, que habla del amorío de
siempre.
Nadie sabría definir por acá un justo
juicio sobre el arte. Una opinión estética bien fundada, o emitida desde la
sensibilidad humana, podría calificarse de (¡horror!) afeminamiento. Me
pregunto qué harían estos vecinitos si de pronto la televisión nacional, muy
kitsch y conformista ella, transmitiera esas obras cinematográficas que aún
sufren de una tonta censura. Películas sensuales, como las de Almodóvar, de un
mensaje estético exquisito, crearían ronchas entre los tomadores de ron de la
esquina. ¡Ni hablar de la hermosa decadencia de Visconti en Venecia!
Recuerdo que cuando en el espacio La Séptima Puerta se
atrevieron a rodar Brokeback Mountain de Ang Lee, alguien en su
extremismo añoró el retorno de la Inquisición. Y
así sucede siempre con la diferencia, ingrediente sine qua non del auténtico
arte.
Ninguna enfermedad mental es
deseable, mucho menos el miedo a la diferencia.
Ahora mismo he leído en la red varios
post sobre Muerte en Venecia, de Luchino Visconti. El miedo a la
creatividad está en todas partes, veo comentarios que alaban el brillantísimo
vuelo poético del genio italiano, la originalidad de un Mann más decadente que
nunca y la música de Mahler, siempre como un dios griego, melodiosamente
ubicuo. Pero otros sólo deploran el logrado esteticismo de la cinta y quieren
ver interpretaciones inquisitorias, propias de aquellos tribunales de la
intolerancia medieval.
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