¿Qué es
el arte sino un eterno retorno a lo mismo? Milán Kundera, ¿no reflejó esto en
su nada leve y rebelde literatura? También Kafka y su monstruoso insecto,
Ionesco y los rinocerontes, Becket y la interminable espera a Godot. El arte es
esencia y distorsión. La misión de la crítica, más allá del desembrollo, de la
exposición plana y la disección seca de hechos, está en entrar en resonancia
con el espíritu de la obra estética.
Una
visión del espíritu atraviesa toda la historia de la creación: el amor, la
muerte y la vida. Proposiciones que niegan la originalidad individual y afirman
la universalidad de lo original. Todo funciona como un tema con variaciones, un
teatro de máscaras. Cultura que se presenta como una sola, monolítica y
fugitiva en las noches consagradas a Dionisio. No existe el artista como
demiurgo, sino como sacerdote.
En la
posmodernidad esta percepción cultural del eterno retorno pareciera
conveniente. Tiempos donde la representación pura, la mentira piadosa, ceden
ante el palimpsesto y la parodia, ante la máscara y el pastiche. Pero, ¿no
estaba parodiando Velázquez esa ilusión de realidad en su cuadro Las Meninas? El autor, autorretratado de
pie con su pincel, parece decir: ¡eh, no me tomen en serio, no es más que una
mentira, la he creado yo, todo esto es tan falso como una máscara! Quizás esa
misma disolución de la realidad en la máscara se refería Bajtín, al hablar de
la elipsis del cronotopo cuando irrumpía el tema del carnaval en la alta
literatura. Las barreras de estilo que supuestamente separan movimientos,
autores, clases sociales, se muestran como lo que son: simples máscaras,
intercambiables a partir de la ruptura de los límites y la transgresión
creativa.
Luego
no es posible para el crítico una disección lo suficiente quirúrgica del
paraguas surrealista de Magritte. La ambición de captar la realidad es tan
hipócrita como la crítica cultural que se ciñe exclusivamente a la obra, y
niega los entresijos de la intertextualidad como fórmula creativa.
Toda
obra es intertextual, en tanto parte de una realidad, toda realidad es
intertextualidad en tanto no puede hablarse de una sola realidad. El periodismo
debe estar preparado para asumir la visión fragmentaria y enmascarada que prima
en el arte. Despojarse de algoritmos arcaicos y elitistas que esconden, bajo
una aparente búsqueda científica de lo real, la marginación de lo único
auténtico, de la realidad misma. La crítica artística no ha estado exenta de
sesgos clasistas y discursos preteridos. Con la democratización posmoderna, el
acceso a una visión más amplia de lo que es arte se hace imprescindible. Como
el Aleph de Borges, la cultura es ese campo libre de límites e inmenso en su
totalidad, integrado e interpenetrado, que espera a la vuelta de la esquina.
La
crítica especializada posmoderna, el periodismo cultural, no debe juzgar una
obra como Pulp Fiction de Quentin
Tarantino, a partir de los viejos códigos de la dramaturgia. Antes bien debe
hacerlo a pesar de estos. El regateo de la estructura aristotélica, la
introspección en la verdadera sicología individual, la radiografía de lo
efímero y el culto al estereotipo en tanto distanciamiento y reflexión, son
algunos de los recursos que para el crítico tradicional resultarían fiascos creativos.
Sin embargo hace ya tiempo que la literatura viene experimentando en ese
sentido, en Ulises por ejemplo, James
Joyce coloca un micrófono en la cabeza de sus personajes, resultan
tremendamente dramáticos y reveladores.
No
quisiera dejar pasar el hecho de que la crítica misma es intertextual con la
obra criticada, ambos textos se influyen. Como género periodístico, la crítica
resulta a la vez un vehículo de la creación y por tanto produce nuevos
significados que pueden o no coincidir con la tesis autoral, a partir de esa
visión fragmentaria del arte que hoy prevalece. No se debe entonces concebir la
crítica como infalible reino, pues el reino infinito del intertexto la condena
a ser limitada. Por eso es el Aleph la
entelequia perfecta (pero entelequia al fin) para definir francamente el mundo
de la creación. El crítico, como el artista, nunca es medular, sino fenoménico
y fragmentario, condenado sólo a ver la superficie del iceberg, naturaleza que
le ha sido impuesta en su condición de ser mortal, incapaz de acceder a la
totalidad de la cultura. Mientras mejor aceptemos como crítica nuestra
limitación, o sea que sólo nos son dadas las máscaras, las variaciones
lumínicas, pero no la hoguera que las produce; más cerca estaremos de
comprender la idea del eterno retorno del arte.
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