“¿Me
escuchas Hannah? Donde quiera que estés, ¡mira hacia a lo alto, Hannah!”.
Chaplin
Varsovia
sin Chopin está triste. Las sombras recobradas son siempre sombras, aunque el
urbanismo vista los muros de estuco
blanco o terracota. Las puertas de las casas, la taberna judía de la esquina y
el sillón del barbero reclaman al dulce poeta. Varsovia es ciertamente tan
falsa como una pieza de alfarería que alguien crea para rellenar rincones.
¿Qué
decir del poeta? Él mismo lleva a Varsovia a cuestas, le duele y le pesa.
Quisiera deshacerse del fardo, pero ¿qué
es un poeta sin fardo? El piano lo
acerca a la Patria,
la tierra que no sólo está lejos, sino que quizás ya no exista. A veces perece
que nunca ha existido. El presente la
niega, por doquier aparecen miles de réplicas de la vieja ciudad, todas
disputándose el derecho de la pieza auténtica. Chopin toca el piano en la
noche, mientras Madame Sand lo traiciona con Balzac o cualquier artista.
Después de todo, las almas son intercambiables para el gusto de una mujer en
esencia frívola. Todas las mujeres son frívolas.
El
Maestro intuye que hay otras tierras, va y este mundo está simulado. Busca en
la noche la tejedura de sus nocturnos. Los cría como hijos y los manda al
espacio sideral, hasta las torres polacas de otra capital, quién sabe si
recreada por las almas sinceras y brillantes de una raza más humana. Las flores
del jardín y los olores de las islas no calmaron la tuberculosis, ni brindaron
temas bellos. Ya lo hermoso es para Chopin el dolor, y así se debate hasta romper las teclas o romperse a
sí mismo.
Varsovia
está triste bajo el cetro ruso (o prusiano, da igual). Pareciera que todos los
cetros se ciernen sobre ella, para apartar al poeta. Sólo hay soluciones a
largo plazo, pues la muerte de Chopin aún se dice lejana. Mas hay quien murmura
que cada noche el poeta se las ingenia para caminar entre las calles
empedradas, subir al cuarto superior de la taberna judía y hacerle el amor a
una tierna muchacha que, no obstante, siempre será virgen. La soldadesca anda
ya persiguiendo dicho fantasma. No descansará aunque las generaciones dejen de
generarse, y la raza espere entonces por el soplo de otras razas.
Chopin
teje su muerte a fuerza de nocturnos. El médico le prescribió la prohibición de
exponerse al sereno, so pena de contraer tuberculosis. Pero el poeta sabe que
allende el espacio los humanos esperan las notas que chocan contra las torres
de Varsovia. Ya intuye que la capital terrestre fue demolida, que quizás nunca
existió. A lo mejor otras razas dieron con el sueño del músico, y a estas
alturas le hacen justicia. Verdaderas catedrales del espíritu deben levantarse
sobre kilómetros de minerales extraterrestres, ciudades inteligentes que serán
habitadas por un solo hombre. Chopin apresura por ello su fin, o sea su
principio.
Quienes
lo conocen no lo conocen ya. ¿Adónde ha ido este hombre? Su rostro no genera
compasión, pues de hecho carece de rostro. Los trozos del cuerpo del poeta
comienzan a desaparecer. Aún son visibles y hasta palpables, pero algo les dice
a todos que Chopin ya no existe en este plano. El Maestro deja lugar a un
muñeco de paja cárnica que finalmente para de respirar, el espíritu se ha ido.
Los doctores dictaminan tuberculosis, pero los poetas, los miles de Chopin que
hay en los mundos, murmuramos con certeza: “Varsovia”.
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