8 abr 2014

Varsovia




¿Me escuchas Hannah? Donde quiera que estés, ¡mira hacia a lo alto, Hannah!”.
Chaplin
Varsovia sin Chopin está triste. Las sombras recobradas son siempre sombras, aunque el urbanismo  vista los muros de estuco blanco o terracota. Las puertas de las casas, la taberna judía de la esquina y el sillón del barbero reclaman al dulce poeta. Varsovia es ciertamente tan falsa como una pieza de alfarería que alguien crea para rellenar rincones.
¿Qué decir del poeta? Él mismo lleva a Varsovia a cuestas, le duele y le pesa. Quisiera deshacerse del fardo,  pero ¿qué es un poeta sin fardo?  El piano lo acerca a la Patria, la tierra que no sólo está lejos, sino que quizás ya no exista. A veces perece que nunca ha existido.  El presente la niega, por doquier aparecen miles de réplicas de la vieja ciudad, todas disputándose el derecho de la pieza auténtica. Chopin toca el piano en la noche, mientras Madame Sand lo traiciona con Balzac o cualquier artista. Después de todo, las almas son intercambiables para el gusto de una mujer en esencia frívola. Todas las mujeres son frívolas.
El Maestro intuye que hay otras tierras, va y este mundo está simulado. Busca en la noche la tejedura de sus nocturnos. Los cría como hijos y los manda al espacio sideral, hasta las torres polacas de otra capital, quién sabe si recreada por las almas sinceras y brillantes de una raza más humana. Las flores del jardín y los olores de las islas no calmaron la tuberculosis, ni brindaron temas bellos. Ya lo hermoso es para Chopin el dolor, y así  se debate hasta romper las teclas o romperse a sí mismo.  

Varsovia está triste bajo el cetro ruso (o prusiano, da igual). Pareciera que todos los cetros se ciernen sobre ella, para apartar al poeta. Sólo hay soluciones a largo plazo, pues la muerte de Chopin aún se dice lejana. Mas hay quien murmura que cada noche el poeta se las ingenia para caminar entre las calles empedradas, subir al cuarto superior de la taberna judía y hacerle el amor a una tierna muchacha que, no obstante, siempre será virgen. La soldadesca anda ya persiguiendo dicho fantasma. No descansará aunque las generaciones dejen de generarse, y la raza espere entonces por el soplo de otras razas.
Chopin teje su muerte a fuerza de nocturnos. El médico le prescribió la prohibición de exponerse al sereno, so pena de contraer tuberculosis. Pero el poeta sabe que allende el espacio los humanos esperan las notas que chocan contra las torres de Varsovia. Ya intuye que la capital terrestre fue demolida, que quizás nunca existió. A lo mejor otras razas dieron con el sueño del músico, y a estas alturas le hacen justicia. Verdaderas catedrales del espíritu deben levantarse sobre kilómetros de minerales extraterrestres, ciudades inteligentes que serán habitadas por un solo hombre. Chopin apresura por ello su fin, o sea su principio.
Quienes lo conocen no lo conocen ya. ¿Adónde ha ido este hombre? Su rostro no genera compasión, pues de hecho carece de rostro. Los trozos del cuerpo del poeta comienzan a desaparecer. Aún son visibles y hasta palpables, pero algo les dice a todos que Chopin ya no existe en este plano. El Maestro deja lugar a un muñeco de paja cárnica que finalmente para de respirar, el espíritu se ha ido. Los doctores dictaminan tuberculosis, pero los poetas, los miles de Chopin que hay en los mundos, murmuramos con certeza: “Varsovia”.


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