Desde una perspectiva puramente
literaria, ésta es la época de Kafka, más incluso que la de Freud. Freud, siguiendo
furtivamente a Shakespeare,
nos ofreció el mapa de nuestra mente; Kafka nos insinuó que no esperáramos
utilizarlo para salvarnos, ni siquiera de nosotros mismos
Harold
Bloom
A
menudo me atrae más la vida de un escritor que su propia obra, los leo a la
caza de entresijos chismosos que delaten su personalidad controvertida. Busco
en Proust el horror por el aire contaminado de la sociedad y la sobreprotección
pequeñoburguesa que lo recluyó en un cuarto insonoro. En Walt Whitman la
aversión por todo lo simple, y la necesidad de decir sin decir, o sea las ideas
realmente grandes y accesibles sólo a unos pocos. De Wilde tomo su deseo oscuro
y al ansia por escapar a golpe de ingenio, en medio de un mundo burdo y
amueblado. Llegué a Romain Rolland a través de una autobiografía de Stefan
Zweig, donde además aparecen Verhaeren, Gandhi y Máximo Gorki. El autor del
“Juan Cristóbal” me pareció tan diáfano como sus personajes: el mismo idealismo
humanitario y antibelicista. Ante Víctor Hugo puedo figurarme a un gigante
cultural, cuya estatua de bronce opacó por mucho tiempo el horizonte francés;
pero asimismo lo asumo como al abuelo bonachón, que iba a cuatro patas jugando
con sus nietos pequeños.
No
logro separar a Shakespeare de los dramas de la corte británica y las conjuras
que aquel tiempo convulso deparaba, mucho menos del gusto por lo estilizado al
límite, los talles ceñidos y la sensualidad. “Romeo y Julieta” tiene un nivel
de erotismo no declarado, cuya excitación sobrepasa la burda exhibición de
cualquier porno. Mejor que ver es ver imaginando. Por eso me atrae tanto la
figura de Franz Kafka, he leído buena parte de su obra narrativa y la
correspondencia. Se puede decir que persigo esos libros de una manera casi
kafkiana. ¿Quién no ha sentido que la vida presente tiene los ribetes de un
simple simulacro? Quizás existamos en un plano irreal, que nos sirve de prueba
hacia otros lejanos y palpables. Durante muchos años los exégetas de KFK (adoro
usar esas siglas por “Kafka”) creyeron que estaban ante un hombre que cifraba
sus doctrinas religiosas a través de mensajes literarios. Fueron la
deshumanización completa del nazismo, la llegada masiva de una “colonia
penitenciaria” mundial, los colofones de una transformación en aquella manera
de interpretar al escritor checo. Por cierto, peculiar simbolismo kafkiano el
de un autor que escribe en el idioma de su enemigo ocupante: el lenguaje alemán
hablado por los imperialistas austriacos. Viviendo una existencia tranquila en
apariencia, los diarios y cartas del genio arrojan un volcán incesante. Él
mismo escribió que se desgastaba en su propio submundo de conjeturas. Fuera de
la literatura, nada del universo exterior lo motivaba.
Algún
día los exégetas de Kafka tomarán más en serio el papel que una muchacha casi
innombrada jugó en la cosmovisión cerrada del autor. Ella, escritora como él,
se carteaba de una forma constante con su novio a distancia. De hecho, era una
relación que funcionaba más en el orden platónico, respondía a la necesidad
kafkiana de compañía. Porque aquel hombre solitario, como todos los solitarios,
estaba ansioso por dar y recibir amor. Las líneas de su diario arrojan que más
allá de publicar, sólo lo movía una ambición: “hacer una vida normal de ser
humano”. Su historia “La metamorfosis” muestra dicho extrañamiento, el regusto
por lo que no gusta. Uno termina la obra con lágrimas en los ojos, mientras
escucha el tren que sigue como símbolo de la ¿vida? que sigue. Los personajes,
ahora pasajeros de otro viaje, parecen obviar la existencia de ese universo
paralelo y real que debe haber; donde los horrores de esta tierra no se
repitan. Cada libro de Kafka es un clamor por un universo perfeccionado, pero
dicho alarido traspasa las páginas y apunta hacia el misticismo.
Fueron
el gran cráter dejado por “El Proceso”, la abolladura sin final de “El
Castillo”; cicatrices en el rostro de la literatura moderna. El escritor las
deja sin final no porque no sepa hacia dónde van las historias, sino porque él
mismo se duele de ellas. Prefiere que el lector las traspase como camina el
ciego a través de las llamas, en busca del salvamento sobrehumano. Kafka es el caminante que llega a las puertas
de la ley y siente que no puede pasarlas carnalmente, sino a través del
sacrificio. Cada página en esa lógica ilógica resulta una confesión de su
incapacidad para transgredir los umbrales de la inhumanidad que lo embargaba.
Para él la autoridad, encarnada en el padre dominante, se traspasó a la
sociedad endurecida. Frente al panorama, el consuelo de una mujer, una madre
dulce, devino en esencia momentánea en un mundo extraliterario sin esencias.
Milena
se llamó la muchacha, las cartas entre ambos respiraban una gran dulzura. La
relación inestable no pasaba de la ardiente correspondencia; pero para Kafka la
letra impresa tenía unas resonancias superiores al mundo real. Él podía
introducirse en la literatura como quien hace un viaje a un universo más real
que cualquier otro. Sólo escribir le interesaba. La misma idea del matrimonio
era un estorbo. Las voces de sus familiares, los ruidos de la oficina, las
impertinencias de su amigo y albacea Max Brod; todo ello lo alejaba de la
esencia que él supo ver. Vio tanto esa esencia que acabó encerrado en ella,
quizás hasta después de muerto. Sólo Milena, la maternal, lograba sacarlo a
ratos.
Franz
Kafka, a diferencia de Marcel Proust, no se recluyó en un cuarto insonoro. Pero
su literatura fue un cuarto lleno de sonidos e imágenes desconcertantes. Uno
lee como interpretando otro idioma; y los signos que percibimos pueden
conducirnos hacia distintos finales. Él, apacible, callado, trabajador y
solitario; prefirió el suyo. Antes de morir le dejó testada a Brod la tarea de
destruir los manuscritos que quedaban inconclusos. Franz Kafka casi no publicó
en vida, y de no ser por la desobediencia de Max; hoy la literatura carecería
de las pistas de ese mundo otro dejadas al azar por el genial checo.
Sólo
dos veces se encontraron Kafka y Milena, suficientes para que ella anotara en
un diario acerca de su enamorado: "Tímido,
retraído, suave y amable, visionario, demasiado sabio para vivir, demasiado
débil para luchar, es de los que se someten al vencedor y acaban por
avergonzarlo". Justo la imagen que tenemos del autor si nos lo
imaginamos en un café, junto a la muchacha, las manos tomadas con respeto y las
miradas puestas en un entendimiento más allá de aquellos segundos. Kafka
redefinió la idea de amor a través de su relación intensa y frugal, nadie como
él la vivió al límite y la pudo tocar tan poco. Hubo en ese contacto la fuerza
oscura de las novelas inconclusas, donde el sexo se prevé tan inasible que no
alcanza el mundo presente para abarcarlo. El aparente renunciamiento sólo
significa viajar a una isla donde todo sucede, una porción de vida intocada,
intuida en la “Metamorfosis” donde algún final se avizora en otro plano, por
supuesto que no escrito. La escritura kafkiana termina por no escribirse,
cuando está a punto de develarse.
Unos
años después la periodista y escritora Milena Jasenská muere en el campo de
concentración nazi de Ravensbruck. Allí estuvo prisionera, pero siempre en
ánimos de ayudar a sus compañeros de celda. Fungió como enfermera y muchos la
recuerdan por su erudición literaria, conversaciones donde la muchacha solía
repetir que el espíritu constituye una isla pequeña, pero segura, en el centro
de un mar de miseria y desolación. Era el año 1939, hacía ya tiempo (desde
1924) que Franz Kafka la esperaba en esa isla, al fin decidido a amar,
metamorfoseado en un sueño terrestre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Prohibido abandonar el blog sin comentar