Las ideas de un viejo indecente, fascinantes como droga. |
Cada
cierto tiempo en este blog vuelven los escritores en el mismo tropel. Martí,
Poe, Cortázar, Bradbury, Piñera, Hemingway, el Marqués de Sade, Jorge Luis
Borges. Una y otra vez. Los hago desfilar, como si fueran muñecos de cerámica
revividos al soplo de cierto conjuro. Es la magia de la literatura y también la
consecuencia de mantener un sitio que, sobre todo, habla de literatura. Sí,
aunque a veces se pierda en otros asuntos como la filosofía, el sexo, los
amores oscuros, las desviaciones de cualquier tipo, las correcciones
pertinentes y otra vez las desviaciones.
Pero
hay un autor que primero me revolvió el estómago, y luego se tornó droga para
mí. Un señor muy gordo con unas ganas de vomitar enormes. El viejo Buk, cuya
única afición de rascarse los sobacos aún me llena de expectativas. ¿Quién duda
de los extraordinarios misterios que entraña dicho oficio? Ni siquiera
escribir, mucho menos el hilar cuentos, son actividades que remotamente se
comparen con mirar hacia el techo, saludar a las moscas de la tarde y pensarse
un perdedor. Porque Henry Charles Bukowski (¿o era Chinaski?) fue el Maestro de
las derrotas. Él cantó al pobre borracho que se gloria de su lucidez
momentánea, y al autor sin logros que trata los temas que nadie prefiere. La
droga de sus libros primero te asalta con un fuerte retorcijón de barriga,
náuseas, suciedad; para llevarte ya purificado al Nirvana de los escritores
malditos.
Precisamente
de escritores malditos está lleno el presente blog, de Baudelaire, Rimbaud,
Verlaine y Oscar Wilde. Porque la respuesta a la falta de luz deberá ser, en
términos literarios, una oscuridad esclarecedora. Dante se equivocó al llevar
el tránsito de sus personajes de manera inversa. Toda obra de ficción dice más
que la realidad. Y cualquier libro es en sí mismo una puerta a eternas
conversaciones con alguien del pasado, real o presuntamente inventado. Los
libros de Charles Bukowski a ratos me parecen escritos por mí.
Sorprendentemente musito: “caramba, es tan sencillo y tan bello lograr esto”; y
ahí Hank nos da la estocada, su magia consiste en usar todas las magias. Una
alquimia que resulta difícil y rara mientras se cuece, pero necesaria de
digerir y solicitada ya una vez hecha. En una de las tantas monografías que leí
sobre el Maestro Buk, se narraba cómo un crítico se quedaba estupefacto ante un
obrero de una fábrica, que a la salida del trabajo aún tenía fuerzas y ánimo
para reír a carcajadas con los cuentos de “Erecciones, exhibiciones, eyaculaciones”
o “El Capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco”. El primer libro
lo leí como se bebe el mejor de los licores, o como se aspira la droga. El
último relato “Una ciudad maldita”, realmente me llevó de una emoción a otra.
Un tipo solitario (como yo) vive en una gran urbe, separado de todo contacto
humano estimulante. Existe dentro de una colmena como una abeja independiente,
su dolencia: marginalidad aguda. Baja las escaleras de su hotel, conversa con
el empleado de la recepción, quien le asegura: “Señor, lo hemos observado y
creemos que está usted totalmente loco”. Nuestro protagonista no sólo admite la
aseveración, sino que acepta un pedazo de sustancia dura y blanca que le
entrega el recepcionista, presumiblemente se trata de trozos de cerebro,
desperdigados por todo el recinto. El regalo tiene la apariencia de un queso
blanco, que el personaje central devora mientras prosigue su camino hacia el
cine. Allí ve una versión pornográfica de “Un tranvía llamado deseo”, actividad
que realiza en compañía de varios voyeristas de diferentes inclinaciones
sexuales. Tras mearle un ojo a uno de ellos, el protagonista del cuento se
marcha, llega al hotel y otra vez lo asalta el recepcionista, quien se le
declara totalmente enamorado. La respuesta de nuestro héroe consiste en
enterrarle un cuchillo en la barriga y dejarlo que se desangre en solitario.
Mientras, agarra un papel y termina de escribirle una carta a su madre, misiva
plagada de alusiones dulces a la naturaleza y juicios apocalípticos sobre la ciudad
maldita.
La
historia es tremendamente intensa, resalta por la brutal ingenuidad del
personaje conductor. Así como el ambiente sórdido del cine, donde diferentes
voyeristas se turnan para pajearse (Bukowski dixit) en el retrete del baño para
hombres. Sólo hay otros cuentos parecidos, con ese nivel de electricidad, de
provocación. Por ejemplo “La máquina de follar”, quizás el relato más feminista
de la literatura (¡conste que contado desde cánones machistas en apariencia!).
A mi entender el hecho de que una chica de plástico, una máquina, sea tan capaz
de sentir amor incondicional, resulta una crítica atroz a otras tantas de carne
y hueso, que se comportan como máquinas de dinero. Claro, Buk decía sus
verdades, él no se resentía cuando lo llamaban “cerdo sexista”, más bien se
tomaba su panza cervecera y riendo a carcajada batiente hacía el gesto más
obsceno y a la vez humano, que ojos de lector hayan visto.
¿Acaso
no dijo Freud que todo en la vida es sexo? Bueno, por algo yo estoy escribiendo
este artículo. Quizás porque estoy sin chica, y necesito una Tanya que me dé
mecánicas y auténticas pruebas de amor. La soledad es la mejor novia de los
blogueros impertinentes. Pero volviendo al Maestro, creo que su estancia en
este sitio digital será eterna. Un espíritu muy gordo, con unas ganas de
vomitar enormes gravita sobre los bites que consumo, su aliento etílico se deja
sentir entre los golpes de mi teclado. Estoy poseído por Charles Bukowski. Me
atribuyo la autoría de todos sus libros, disfruto de las amargas experiencias
de su niñez y adolescencia. Soy ese eterno chico de secundaria que siempre
escogían de último en el patio de los juegos, aquel perdedor que sólo aspiraba
a darle a una máquina de escribir con la locura de un toro, con la ceguera de James
Joyce, el impulso de un borracho.
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