1 abr 2014

Un señor muy gordo con unas ganas de vomitar enormes



El viejo Buk, recogiendo rosas de la avenida de los vagabundos....





Las ideas de un viejo indecente, fascinantes como droga.
Cada cierto tiempo en este blog vuelven los escritores en el mismo tropel. Martí, Poe, Cortázar, Bradbury, Piñera, Hemingway, el Marqués de Sade, Jorge Luis Borges. Una y otra vez. Los hago desfilar, como si fueran muñecos de cerámica revividos al soplo de cierto conjuro. Es la magia de la literatura y también la consecuencia de mantener un sitio que, sobre todo, habla de literatura. Sí, aunque a veces se pierda en otros asuntos como la filosofía, el sexo, los amores oscuros, las desviaciones de cualquier tipo, las correcciones pertinentes y otra vez las desviaciones.
Pero hay un autor que primero me revolvió el estómago, y luego se tornó droga para mí. Un señor muy gordo con unas ganas de vomitar enormes. El viejo Buk, cuya única afición de rascarse los sobacos aún me llena de expectativas. ¿Quién duda de los extraordinarios misterios que entraña dicho oficio? Ni siquiera escribir, mucho menos el hilar cuentos, son actividades que remotamente se comparen con mirar hacia el techo, saludar a las moscas de la tarde y pensarse un perdedor. Porque Henry Charles Bukowski (¿o era Chinaski?) fue el Maestro de las derrotas. Él cantó al pobre borracho que se gloria de su lucidez momentánea, y al autor sin logros que trata los temas que nadie prefiere. La droga de sus libros primero te asalta con un fuerte retorcijón de barriga, náuseas, suciedad; para llevarte ya purificado al Nirvana de los escritores malditos.
Precisamente de escritores malditos está lleno el presente blog, de Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Oscar Wilde. Porque la respuesta a la falta de luz deberá ser, en términos literarios, una oscuridad esclarecedora. Dante se equivocó al llevar el tránsito de sus personajes de manera inversa. Toda obra de ficción dice más que la realidad. Y cualquier libro es en sí mismo una puerta a eternas conversaciones con alguien del pasado, real o presuntamente inventado. Los libros de Charles Bukowski a ratos me parecen escritos por mí. Sorprendentemente musito: “caramba, es tan sencillo y tan bello lograr esto”; y ahí Hank nos da la estocada, su magia consiste en usar todas las magias. Una alquimia que resulta difícil y rara mientras se cuece, pero necesaria de digerir y solicitada ya una vez hecha. En una de las tantas monografías que leí sobre el Maestro Buk, se narraba cómo un crítico se quedaba estupefacto ante un obrero de una fábrica, que a la salida del trabajo aún tenía fuerzas y ánimo para reír a carcajadas con los cuentos de “Erecciones, exhibiciones, eyaculaciones” o “El Capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco”. El primer libro lo leí como se bebe el mejor de los licores, o como se aspira la droga. El último relato “Una ciudad maldita”, realmente me llevó de una emoción a otra. Un tipo solitario (como yo) vive en una gran urbe, separado de todo contacto humano estimulante. Existe dentro de una colmena como una abeja independiente, su dolencia: marginalidad aguda. Baja las escaleras de su hotel, conversa con el empleado de la recepción, quien le asegura: “Señor, lo hemos observado y creemos que está usted totalmente loco”. Nuestro protagonista no sólo admite la aseveración, sino que acepta un pedazo de sustancia dura y blanca que le entrega el recepcionista, presumiblemente se trata de trozos de cerebro, desperdigados por todo el recinto. El regalo tiene la apariencia de un queso blanco, que el personaje central devora mientras prosigue su camino hacia el cine. Allí ve una versión pornográfica de “Un tranvía llamado deseo”, actividad que realiza en compañía de varios voyeristas de diferentes inclinaciones sexuales. Tras mearle un ojo a uno de ellos, el protagonista del cuento se marcha, llega al hotel y otra vez lo asalta el recepcionista, quien se le declara totalmente enamorado. La respuesta de nuestro héroe consiste en enterrarle un cuchillo en la barriga y dejarlo que se desangre en solitario. Mientras, agarra un papel y termina de escribirle una carta a su madre, misiva plagada de alusiones dulces a la naturaleza y juicios apocalípticos sobre la ciudad maldita.
La historia es tremendamente intensa, resalta por la brutal ingenuidad del personaje conductor. Así como el ambiente sórdido del cine, donde diferentes voyeristas se turnan para pajearse (Bukowski dixit) en el retrete del baño para hombres. Sólo hay otros cuentos parecidos, con ese nivel de electricidad, de provocación. Por ejemplo “La máquina de follar”, quizás el relato más feminista de la literatura (¡conste que contado desde cánones machistas en apariencia!). A mi entender el hecho de que una chica de plástico, una máquina, sea tan capaz de sentir amor incondicional, resulta una crítica atroz a otras tantas de carne y hueso, que se comportan como máquinas de dinero. Claro, Buk decía sus verdades, él no se resentía cuando lo llamaban “cerdo sexista”, más bien se tomaba su panza cervecera y riendo a carcajada batiente hacía el gesto más obsceno y a la vez humano, que ojos de lector hayan visto.
¿Acaso no dijo Freud que todo en la vida es sexo? Bueno, por algo yo estoy escribiendo este artículo. Quizás porque estoy sin chica, y necesito una Tanya que me dé mecánicas y auténticas pruebas de amor. La soledad es la mejor novia de los blogueros impertinentes. Pero volviendo al Maestro, creo que su estancia en este sitio digital será eterna. Un espíritu muy gordo, con unas ganas de vomitar enormes gravita sobre los bites que consumo, su aliento etílico se deja sentir entre los golpes de mi teclado. Estoy poseído por Charles Bukowski. Me atribuyo la autoría de todos sus libros, disfruto de las amargas experiencias de su niñez y adolescencia. Soy ese eterno chico de secundaria que siempre escogían de último en el patio de los juegos, aquel perdedor que sólo aspiraba a darle a una máquina de escribir con la locura de un toro, con la ceguera de James Joyce, el impulso de un borracho. 
 

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