¿Cómo acabar con el
tedio de las horas, sin caer en actividades vacías o dañinas? La fórmula parece
difícil, cuando una juventud bastante abarcadora apuesta por quedarse en casa
con el famoso paquete. Elección que además hacen otras generaciones, llevadas del
gusto recientísimo por una banalidad vestida de lujo, un oropel sin mérito y
con muchas tachas. Porque si malo es no tener en qué aprovechar la vida, peor
resulta llevarla por caminos que la maltrechen.
Claro, se objetará
que cada uno tiene derecho a consumir un producto determinado, pues ello cae en
el plano personal de la libertad. Además en gustos y colores nada hay absoluto.
Quienes así hablan, amparados en un sentido común inobjetable, evidencian una
vez más que de buenos preceptos se viste el mal. Porque consumir el paquete de
forma acrítica, no funcional, nos lleva a una fórmula alienante y auto
anuladora. Sin dudas, este reciclaje semanal responde a líneas contrarias al
crecimiento de la exigencia de los públicos.
Porque parecen
cosas “nuevas” de paquete; nos conformamos con recibir más de lo mismo.
Esperamos la novelita o la serie de moda, y frente a la pantalla quedamos
hipnotizados por horas. Nadie podrá sacarnos de ese mundo idílico, de una belleza
más bien “plasticona”. El crecimiento se detiene en esa edad sin edad, que es
el mundo de las encuestas de mercado y el engranaje pasivo. En aquel paraíso de
silicona las imágenes nos enseñan a aceptar el Nunca Jamás de unas propuestas
que simulan ser “nuevas” de paquete.
Claro que a veces,
las menos, hay algunas películas de recién promoción que uno disfruta. Pero son
como puntos negros en medio de una noche sin luna ni estrellas. El paquete
resulta tremendo paquetón, para los que no lo asumimos como una cápsula
semanal, un somnífero. Y no vengan con esa visión hedonista o medio epicúrea
del consumo, acerca de que el cine debe primero entretener y luego enseñar.
Como si el buen arte no llevara implícitas ambas funciones desde tiempos
inmemoriales. Conozco personas que basadas en una sublimación del mercado
llegan a medir la calidad de un filme según los siguientes parámetros: 1-Nivel
de violencia (tiene que haber patadas, golpes de todo tipo, disparos y grandes
explosiones, preferiblemente choques de tránsito que impliquen brasas de
candela y quemaduras mortales); 2-Nivel de sexo (nada de erotismo, un poco de
imaginación y la fórmula del éxito comercial se pierde).
El paquete me
preocupa más porque representa el gusto de una gran mayoría, como lo prueba su
extensión en redes del consumo no formalizado. Quiere decir que la solución
dista del marco prohibitivo, como creería cualquier Torquemada de turno. No
sólo porque la supresión incentiva aquello que quiere eliminar; sino porque se
trata ante todo de subsanar un daño antropológico de grandes consecuencias en
nuestro sistema de valores. Que la gente sublime a la Dra. Polo, las
explosiones sin sentido y la violencia gratuita, nos indica por dónde andan los
cánones mentales de lo correcto y lo imitable. O sea, cuáles son los
superhéroes del momento.
Prohibir sólo
elevaría a esos personajes y situaciones a la altura de bondadosos
entretenimientos, y colocaría en el plano de los injustos (los malos de la
película) a quienes pensamos en una mejor recepción cultural. Dicho
fortalecimiento del rol malo-bueno funciona como un catalizador que pierde
nuestras intenciones constructivas, e impulsa al público al consumo compulsivo.
La solución estará en brindar alternativas más brillantes y audaces. La misión
que tienen el arte y los difusores del mismo impacta en la construcción de un
ideario. Dejar esa función en manos no preparadas, indolentes o detenidas en el
Nuca Jamás del paquete; sólo comprometerá más el futuro de la mente nacional.
Hay momentos de
pensar, también de escribir y señalar. Pero el tiempo de actuar en pro de la
cultura cubana será siempre el presente. Desde una construcción más crítica y
abierta de las políticas del sector, podremos defender la soberanía identitaria
y colocarnos a la par del mundo, con sus faltas y fortalezas. No creo en la
supresión de lo banal como única vía para su superación; sino en la sublimación
de lo más sublime: la conciencia humana hecha arte. Además, tenemos que
respetar aun a aquellos que se decidan por el consumo vacío, porque es su libre
elección. Creo no obstante que con inteligencia, trabajo y decencia, podremos
generar formas alternativas que enflaquezcan las filas del mercado. Desde un
ejercicio de persuasión, que no de fuerza, vendrá la política cultural necesaria.
Y para llegar a tal punto tenemos los intelectuales la misión de no cansarnos
de generar ideas constructivas.
De la pasividad, la
falta de fe en el hombre, la caída de paradigmas, la desestructuración de
supuestos; sale este paquete. Para oponernos, sólo hay que colocarse en la
esquina contraria. La nueva propuesta de consumo nacional aún no aparece, pero
cuando nazca deberá hacerse reconocible por lo diferente y atractiva. Los
públicos históricamente recibieron el buen arte, de la desconfianza acerca del
gusto popular y la manipulación se alimenta el canon de hoy. No pensemos que la
gente de a pie sólo absorbe mensajes soñolientos, vacíos, o de una violencia
mediocre. El mercado instaló esos gustos, y tal tarea fue difícil: necesitó de
millones de dólares, estructuras de trabajo, industrias, talentos pagados. Y
aún así quedamos fuerzas resistentes que creemos en el verdadero arte. Sin un
público activo nada existiría, porque de las grandes y originales ideas se
nutre la humanidad. Las leyes más elementales de la evolución contradicen la
maña de sublimar las fórmulas reiteradas y carentes de meta. El camino está en
retomar nuestro camino, y que ese público, libre al fin de los gritos de la
Dra. Polo y el ruido de las explosiones; pueda decir incrédulo ante tanta
fanfarria: ¡Tremendo paquetón!
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