...que no conozca el significado de mi
arte, no significa que no lo tenga...
Salvador Dalí
Todo comenzó la
noche en que decidí ser todas las cosas y las personas imaginables. El deseo me
llevó a una acción más que filosófica, más bien trasmutatoria. De pronto me
vieron vestido de casillero o de médico, ejerciendo de empleado del alumbrado
público o como niño repartidor de periódicos. Intenté ser de todo, incluyendo
no ser nada.
Se pensará que la
quimera resultó irrealizable, pero es todo lo contrario. Transformarme en todo
era posible, palpable, sólo me faltaba tiempo. La terrible mortalidad
conspiraba contra mis proyectos humanos e inhumanos. Pensé en los genios del
Renacimiento, que estudiaron todas las disciplinas. Imaginé los genios del
futuro, siendo todas las disciplinas e incluso no siendo. Por ello me enrolé en
la aventura de la inmortalidad.
Decían por entonces
en los reguiletes fantasmas y los nidos de hadas, que lo no mortal floreció un
tiempo ante las Puertas del Reino y que sólo el guardián del sitio podía
apropiarse de dichas ventajas. El que guarda las llaves asume a su vez la
cualidad de miembro de lo inmortal y lo infinito.
Caminé por tierras
donde hubo supuestos guardianes, personas petrificadas junto a viejas puertas
de hierro o plomo. Cadáveres con trozos de carne semiviviente que me saludaron
en mi empresa. Pero ellos sólo eran guardianes, seres finitos en su limitado
mundo de ajenos y miembros. Yo buscaba las llaves del Reino y guardar las
puertas de lo múltiple.
En la empresa me
acompañaron otros, con quimeras menos atrevidas pero igual de inverosímiles. Un
buscador de oro silvestre desgastaba sus últimos años observando la bruma de
los diferentes amaneceres, bruma que por demás era químicamente la misma en
todos los sitios. Un analista de almas investigaba por qué hay seres de luz y
de sombra, si la luz y la sombra son lo mismo en diferentes posturas solares, pero
su empresa asumía iguales ribetes irrealizables que la mía. Y así, se me
unieron saqueadores de la nada, folclóricos rumberos de la metafísica, fusiladores
de folletos perdidos, falsarios que decían grandes verdades. Roímos las
entrañas de planeta a la caza de las quimeras.
Por castillos
enmarañados de zarzas y de telarañas busqué, por atmósferas irrespirables y
llenas de duendes. Pero sólo un manuscrito obtuve acerca de las llaves del
Reino, y su estudio arrojó tanta luz como oscuridad. Y la luz y la oscuridad se
superpusieron en tal magnitud que nada pude leer.
Sólo la extraña
figura de una mujer desnuda sobre un caballo era visible en aquel manuscrito. Su
cuerpo esplendía como lo hacen los jinetes que van contra los reinos de lo
oculto, o como la mirada que tiene el buscador de oro silvestre al amanecer.
Luces y sombras, en una lucha sin par, me impidieron ver más allá del cuerpo.
Yo quería ser todas
las cosas y el tiempo no me alcanzaba, debía hallar antes de los ochenta años
las llaves de la Puerta del Reino. Ochenta es una cifra que pesa demasiado
cuando se busca algo. Y si lo buscado tiene el peso de la eternidad, uno tiene
el peligro de caer aplastado para siempre.
En una de las
tantas vueltas que di por tierras repletas de brumas y de posibles oros
silvestres, conocí una chica de unos quince años. No hablamos, pero nuestra
comunicación fluyó a un nivel metafísico, como si hiciéramos un amor secreto.
Yo iba a caballo y ella cortaba unas margaritas.
Seguimos en nuestro
bregar a través de brumosos pantanos llenos de reyes medievales, de niveles de
ansiedad repletos de príncipes que enseñan medio cuerpo muerto, de torres
iluminadas mediante serios artilugios, de magas consoladoras que rezan para
calmar el fuego de los invisibles, de invencibles adivinas con gorros de dormir
a base de espinas, de vasos que contienen cráneos silvestres que jamás pensaron
ni sintieron, de gentes llamadas a amar, de gentes obligadas a odiar, de islas
en medio de desiertos que fueron mares llenos de piratas bondadosos. Seguimos
nuestro viaje a la caza del oro o de las llaves de la Puerta, para que los
reinos nos sonrieran una vez antes de la muerte.
Nuestra muerte se
hizo más segura a medida que fracasábamos en el tiempo real y el tiempo
metafísico sobrevenía.
Una muerte que era
como la vida sin supersticiones.
Una muerte como el
vacío.
Una muerte como la
angustia sin objeto.
Como el objeto sin
sujeto.
Y como el sujeto
sin alma ni objeto.
Una muerte que ya
venía cabalgante con su gorro de espinas negras y su hoz que siega las cabezas
de los tercos buscadores de cosas silvestres, ya fuese la inmortalidad o el oro.
Recordé en una de
aquellas visiones de la muerte la visión de la chica de quince años. El suceso
vino por contraposición. Los opuestos se llaman y coexisten en ese reino de lo
inconsciente que llamamos vida interna. Hacíamos el viaje de regreso para reiniciar
el viaje de ida, una y otra vez. Pasaríamos por la casa de las margaritas y la
niña que las cortaba. Para nuestra sorpresa sólo hallamos una choza y una vieja
solterona, gorda como un carrete de muertos embadurnados en aceite de antorcha.
La nueva visión me
recordó que yo mismo dejé atrás la delgadez y la belleza, también el buscador
de oro. Un filósofo que investigó con dureza las fuentes de la sabiduría
oriental nos habló aquella noche sobre la chica de quince años. La señalaba con
el dedo, mirando a la señora como un carrete. Poco a poco la imagen mental de
aquella criatura que segaba margaritas se fue tornando fea, hasta recorrer el
trecho de la luna y ser una gorda solterona.
En aquel instante
se acercó la señora, ya sin margaritas ni belleza externa. Sus ojos no eran
cristales sino cuencas que miraban como desde un tiempo sin tiempo. El
filósofo, como si supiera de mi búsqueda
de la inmortalidad, me preguntó si conocí alguna vez el amor. Mi respuesta
negativa no fue una sorpresa. La señora gorda se fue, pues debía servirnos la
cena.
Esa noche dormimos
todos en la casa de la antigua chica que cortaba margaritas. Yo tuve varias
visiones, muchas eran reiteraciones del viaje, pero una tuvo relación con la
chica. Estuve junto a ella, dejé de buscar para siempre, hicimos una vida
juntos, engordamos, pero sólo en sueños. Cuando desperté tuve una certeza
extraña, casi juvenil, y el sentimiento de contar por primera vez con las
llaves de la Puerta del Reino. Ese día cumplí ochenta años y la muerte cabalgaba
con más fuerza.
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