31 ago 2015

Los locos y la memoria al revés


Pelly, el limonero


Están sentados en el parque, uno lleva un palo con una bolsa de nailon, otro registra en un latón de basura, algunos piden dinero. Si se les ingresa a un centro de atención no tardan en escapar. No toleran un orden establecido, viven en la libertad de las calles desiertas o repletas. Les gusta la parranda, aunque las diversiones y la comida sean caras.
Los hay gritones y silenciosos, corredores y estáticos, cariñosos y gruñones. Uno de ellos se me acerca.
-¡Me voy para la Habana, pero no tengo dinero!
Registro mis bolsillos y sólo encuentro un billete menor, muy poco para llegar a la capital de Cuba.
-¡Me voy para la Habana, sin dinero!
-Bueno, vete sin dinero –le digo.
-¡Ah, pero serás comemierda! ¿Cómo voy a irme sin dinero?
-Toma -le dice alguien- aquí hay cien pesos, con eso a lo mejor llegas hasta Pinar del Río.
Y el loco se va calle abajo hasta la Terminal de guaguas, son las dos de la mañana, a esta hora no sale nada hacia ningún lugar.
Pelly es un hombre grande, fuerte, bien “comido”, hasta ayer trabajaba como guajiro en una finca de la zona. Sembraba yuca, malanga, recogía arroz y era un bárbaro desbrozando marabú. Ahora muestra por todo el pueblo la corpulencia de su masculinidad, pero disfrazada con prendas femeninas. Cambió el pantalón verde olivo por una sayita de quinceañera por encima de la rodilla, la camisa de las MTT (Milicias Territoriales) por una blusa con bolas de colores.
Ahora Pelly vende limones y escribe décimas, saluda con gentileza y se sienta prudentemente en una esquina del parque o viaja en guarandinga de un pueblo a otro para buscar su mercancía. Se dice que tiene un hermano gemelo, igual de fuerte y trabajador. También se habla de una sabiduría que aún no pierde, a pesar de su locura evidente. Es de los pocos que nunca pide dinero, pues le avergüenza que lo tilden de loco.
Ninguno quiere ser loco, todos se dicen normales.
Y mientras Pelly pasa y la gente se burla y yo lo encuentro encantador, pienso en Lucía. Ella es como una sombra, nadie conoce su voz. Camina con un saco al hombro y un libro en la mano. Lee a Kant, conoce de teatro clásico, le gustan los entremeses de Cervantes. Se sienta a la sombra de los framboyanes del parque con un volumen de filosofía.
De Lucía se cuentan muchas cosas, pero sospecho que todas son mentiras. Un marido que la obliga a robar y la golpea, una infancia lúcida repleta de conocimientos que de nada sirvieron. Sólo es evidente la miseria material y su rostro triste, silencioso. Remedios le tiene cariño, compasión.
Pero a veces los locos tienen familia y viven felices, Raúl por ejemplo es un niño viejo que todos adoptamos como propio. Le gusta caminar por la calle del Paradero, frente a la tienda en divisas.
-Todo el mundo comiendo bueno y el bobo comiendo mierda, todo el mundo en la shoping y el bobo comiendo mierda.
O con su letanía de siempre.
-¡Ay, yo quiero una pizza!
-Vaya Raúl ahí tienes tu pizza.
Y se va rumbo al parque o a la casa de Fidel Galván, el director del Grupo de teatro Guiñol.
-¡Fide, yo quiero un muñeco!
Y ahí le regalan un caramelo o cualquier chuchería.
Raúl “El Bobo” se precia de ser uno de los locos más limpios del pueblo y tiene una memoria bastante desarrollada, se acuerda de los nombres de todos los vecinos de Remedios. Un accidente le robó la lucidez cuando niño y desde entonces lo cuidó su mamá. Compone cantos guajiros que suelta de improviso en medio de la calle, palabras que sólo los locos dicen y la gente jamás repite.
Pero siempre hay en los pueblos un sabio al estilo clásico, un Sócrates de imagen quijotesca que cita pasajes en latín y francés y mira a los demás desde arriba. Su orgullo es tan evidente como pintoresco. El Milífico dice que conoció a Vasco Porcayo en persona, también se adjudica alguna lejana herencia de los Mansos y Contreras. Tiene un bastón de marabú que él decora profusamente y usa una bolchevique intelectualoide. Entre los jugadores de ajedrez es un as, tanto que un retrato suyo preside la Academia de Remedios. No hay video casero, documental o grabación donde no salga el Milífico.
-Yo amo mucho Remedios, que es una ciudad llena de cultura, donde la gente sabia se sienta a conversar todos los días.
Camina lentamente, usa zapatillas de marca y a veces una chaqueta negra con camisa de mangas largas, en pleno agosto. Parece uno de aquellos caballeros de la época antigua, resucitado en esta era del internet por wifi y del turismo extranjero. Nunca lo he visto pedir dinero.
Claro, también está Cristóbal, famoso por su frase “oye regálame diez dólares”, la cual repite delante de las guaguas llenas de franceses, alemanes, ingleses. O cuando se detiene en la puerta de la sacristía como si fuese el portero, para cobrarles a los visitantes.
Desde que aumentara el turismo, creció el número de locos. Los hay limpios y camuflados, sucios y asediadores. Cómicos y desagradables.
Con motivo del quinientos aniversario de la ciudad de Remedios, se brindó atención especial a todos los locos. Por fortuna quedaron ilesos los más encantadores: Pelly, Prematuro, Raúl el Bobo y el Milífico. Otros, menos conocidos y queridos, ya no se dejan ver. Dicen que les dieron asilo en instituciones estatales. Los habitantes de la ciudad, siempre compasivos, no aceptan maltratos ni desapariciones.
-Vayan a ver cómo ustedes solucionan el asunto de los indigentes –les dicen a las autoridades- porque no queremos violencia.
O como me explicó un amigo artista hace poco: “tú sabes que no acepto que asedien a los turistas, pero tampoco que se pierdan del parque nuestros personajes más pintorescos”.
El fallecimiento de Lino Lobatón, uno de los locos más conocidos de la historia local, conmovió la ciudad. La radio reportó el suceso y hubo quien solicitó la presencia de la banda de conciertos en el entierro para honrar al único tipo popular que alcanzó la categoría de Hijo Ilustre. Lo cierto es que hasta una sinfonía y más de una canción se hicieron en nombre de Lino, el inventor de la jungla casera (pedazos de carrozas y trapos que recopilaba por el pueblo y que luego ponía en la sala de su hogar).
Una vez visité la casa de aquel loco, la puerta mostraba un cartel que decía “Linos Jungle”. Adentro, cuadros pintados con tiza azul representaban las galaxias infinitas y en lo alto un trono con una bandera cubana y un radio, donde el personaje sintonizaba emisoras de otros planetas. Pasillos llenos de ratas y majases, montones de basura que formaban una selva de trapo, telaraña, desechos plásticos, cartón viejo.
-No le hace daño a nadie, pero está loco.
-Él es así desde chiquito.
-¡Yo no sé porqué Salud Pública no cierra ese centro de propagación de epidemias!
La radio y la televisión nacionales reportaron más de una vez desde los pasillos cochambrosos de La Jungla. El presentador Julio Acanda trajo cámaras y micrófonos hasta Remedios, para filmar a este protagonista del realismo mágico isleño. De ahí salió un episodio más de “Somos Cuba”, donde Lino aparece narrando sus orígenes: “nací un día en que hubo terremoto”.
-La culpa la tuvo Acanda, que lo hizo famoso y lo acabó de volver loco.
Él se ufanaba de sus méritos y salía con su carretilla llena de tarecos, usando un casco de constructor y una capa. Cuando lo conocí, ya la jungla no era tan grande, Salud Pública había visitado la casa sita al final de la calle León Albernas. Aún así posó para unas cuantas fotos, mientras sostenía una bandera cubana hecha trizas.
-¿No tiene un dinero que me pueda dar?, es que paso mucho trabajo.
La soledad de aquel hombre en medio de su “obra maestra” me dio tristeza, vi un anciano enfermo que vivió una existencia irreal.
Me despedí de Lino como si fuésemos amigos de toda la vida, ¿qué digo amigos?, ¡hermanos! Su voz aún resuena en mi mente cada vez que paso por delante de la antigua jungla, hoy ya una casa limpia y vacía. Los herederos terminaron con la leyenda.
Antes de morir, quiso como última voluntad que durante su entierro tocara la banda de conciertos de Remedios, institución que se negó rotundamente al homenaje. La ciudad se portaba de manera ingrata con uno de sus hijos. El gesto de los músicos aún es criticado entre los vecinos.
La historia de Lino Lobatón se sitúa junto a otras que aún están por escribirse. Julio Problema fue otro ser mágico, cuya sagacidad mental alelaba a los remedianos. Sentado en la acera, al final de la calle Maceo, le lanzaba acertijos a los poblanos. Juegos donde primó más el sentido común y el humor que el nivel intelectual.
-A ver Julio, ¿qué problema traes hoy?
Y él iba con sus teorías extrañas y sus vaivenes. Una de las más famosas estuvo relacionada con la cantidad de hojas que tenían los árboles del parque, cifra que él decía manejar. Otra gran paradoja era qué estaba más cerca, Caibarién o la luna. La gente decía obviamente que la ciudad cangrejera distaba sólo siete kilómetros de Remedios, mientras que el satélite de La Tierra estaba mucho más lejos. Pero Julio les decía entonces que por qué la luna se veía y Caibarién, no.
No había forma de ganarle una pelea “intelectual”, siempre tenía salidas para toda clase de preguntas. Se la pasaba retando a las personas más instruidas del pueblo: “te tengo la última…” –les decía. Su obsesión con los extraterrestres lo llevaba a sintonizar estaciones de radio marcianas, o a salir en medio de un ciclón a establecer contacto con ellos. La gente lo recuerda con cariño y señala siempre la casa donde viviera este “genio” de las adivinanzas y los retruécanos. Apareció muerto una mañana en medio del terreno de pelota que hay al final del pueblo, en ejido del sur.
Remedios tuvo siempre seres encantadores, no son vagabundos ni mendigos, sino destellos de una forma diferente. Testigos de las calles y los siglos.
Una vez al preguntarle a un viejo historiador acerca del lugar que tienen estos personajes en la conformación de nuestra cultura, obtuve una respuesta simple y enigmática:
-Los locos son la memoria al revés.

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