He aquí
el mundo de las rarezas, las deformidades, monstruos que atesoran belleza. Ese
universo diletante, peregrino. Siempre quise ser circense, gitano, nómada,
mongol. Tardes en que agarraba una cimitarra de madera e iba a soñar a algún
basurero, donde florecían esas bestias amables que llamamos imaginación. Ahora
ha vuelto a la vida el payaso de sonrisa fatal y la grotesca araña que todo lo
petrifica.
Veremos
este año, si el frío y los tiempos lo permiten, una regresión a épocas estrafalarias,
ilógicas. El realizador Alejandro Calzada se ha puesto a divagar como buen
artista y de su cerebro han salido criaturas horrendas. Andan con sus
destrozos, mirando de reojo a todo irreverente, imponiendo su fealdad.
Ahora
camino entre ellas metamorfoseado en ese niño alucinante de antaño, que imaginó
otros mundo en un basurero. Las lombrices parlantes, las hadas eróticas,
aventuras sin rostro, novelas no escritas. He invitado a esta parranda a mi
amigo H.G. Wells, pues sólo faltan sus platillos o, mejor aún, aquellas
máquinas con piernas que destruían con un rayo luminoso. La hora está hecha
para rarezas.
Los
caminos de alucinación pasan por la escritura automática, la embriaguez, el
club del hachís, el Spleen de París, Baudelaire fajado con Satanás en
Montmartre, un albatros que cae incendiado como Zepelín, en medio de la noche
parrandera. Como dije, son tiempos de extrañamiento y estas obras cobran vida y
sentido. Quizás quieren expresar una angustia insospechada, o son las huellas
que nos quedan de una historia devenida en ficción, contada mil veces,
legendaria a pesar de su presencia real,
aquí, ahora.
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