Recuerdos de la infancia |
Ah!! La
parrandita. ¡Cuántos recuerdos de mi reciente infancia! Recorríamos el pueblo
con un piquete de latas y cubos plásticos, lanzando pequeños petardos. Yo con
mi bandera roja del gallo y los socios del barrio que no paraban de cantar la
rumbita sansarí: “ay malembe, ni se rinden ni se venden”. También estaban los carmelitas, con un grupo
bastante nutrido y la enseña del gavilán. ¡Ni hablar de lo que sucedía cuando
ambos bandos nos topábamos! Allí el choteo alcanzaba ribetes de pelea seria, de
pleitesía patriótica. Eran los tiempos de felicidad, allá por el año 99 o 2000.
Época de mi temprana adolescencia, de la última infancia. Aquellos dorados doce
años.
Los dorados 12 años |
Por la
noche adornábamos la cuadra con símbolos de nuestros respectivos barrios,
además de exponer los trabajitos de plaza y las carrozas que con la ayuda de
los mayores habíamos confeccionado. Recuerdo con especial cariño una pieza de
poliespuma forrada en papel verde, cuya hechura contó con todo el encanto y la
ingenuidad de aquellos años. Tenía hasta una pecera con algunos peleadores
dentro, iluminada con bombillas de colores. Todos los visitantes a la
parrandita tenían que hacer con aquella invención. Porque la cuadra se llenaba
de gente: vecinos, socios de la escuela, extranjeros…
Siento
mucha nostalgia por una infancia tan sana, cuando hechos tan simples eran
capaces de mover nuestra imaginación hasta límites impensables. No había allí
reguetón, ni el sexo descarnado y comercial que hoy nos invade. Se respiraba
una igualdad, una curiosidad naturales. La muchachita de mi aula que tanto
quise, mi primera novia, tomaba aquello como un juego más. Muy lejos estábamos
entonces de quemar etapas. Tiempos para
disfrutar, años de ensueño.
Todos
participaban en la parrandita. Una vecina, mayor ella, no tuvo reparos en salir
disfrazada con peluca y careta, encarnando el personaje principal de nuestra
carroza. Otros usaban capas y trajes hechos de tiras de tela, a la manera de
muñecones. Mientras, los padres, siempre cuidadosos, se dedicaban a lanzar los
escasísimos voladores de que disponíamos. Porque se trataba de algo espontáneo,
nadie nunca planificó aquel divertimento. Simplemente estábamos jugando y un
día a mí o a otro se nos ocurría decir: “caballero, hagamos una parrandita”. Así
de fácil.
Esa
noche yo fungía como el presidente de San Salvador y la gente por chivar me
gritaba: “¡Míster president!” Muy horondo iba con mi bandera, dirigiendo la
ofensiva de nuestro barrio, y los contrarios igual. Aunque debo confesar que la
mayor parte de los niños de la cuadra me seguían ciegamente. Los demás eran
simples guerrilleros que apenas si podían ripostar algún que otro ataque. ¡La
libertad que se respiraba, el amor por la tradición, esa juventud impetuosa y
llena de esperanzas, despreocupada!
Los pantaloncitos cortos |
Usábamos
ropas muy sencillas, yo con mis pantalones cortos de niño bueno y una pañoleta
con la enseña del gallo. El resto de la tropa llevando una indumentaria
parecida. Porque claro, esas parranditas se hacían en la calle del Paradero, el
barrio de los burguesitos. Sólo de vez en cuando nos enfrentábamos con los
“Candelas”, otra pandilla de niños de la cercana plaza, que gozaban quizás de una
mayor libertad y padecían de una infancia menos protegida.
La
última parrandita ocurrió bien entrada
mi adolescencia y el cambio en nuestras vidas era evidente. Contábamos con menos público y
aunque me esmeré esa vez en la hechura de un bello trabajito de plaza, dispuse
de pocos adeptos que secundaran aquella empresa. Al final fue un éxito, pues
recuerdo la curiosidad de los turistas extranjeros, preguntándome la edad y por
qué hacía aquello. Para ellos también era un poco raro eso de andar jugando al
parrandero, cuando se está en la Secundaria. Traté sin embargo de insuflarles a
los niños que por entonces tenían doce y once el amor por salir dando sánsara
con latas y petardos. Hice lo que pude por la ingenuidad.
Pero el
monstruo de cien cabezas que todo lo devora, el dinero, poderoso caballero,
hizo mucho más. ¿A quién le interesa rescatar episodios tan tiernos? Todos
apuestan por un crecimiento rápido, en esta cultura del
celular y la yutón. ¡Rrrruuuuunnn!!!! Así se van hoy las adolescencias, con Osmany García de banda sonora. Días prefabricados,
imaginación deshecha. Sólo nos queda cerrar los ojos y nostálgicos viajar a
aquellas noches de parrandita.
No
exagero, pues nunca más se celebraron en el pueblo esas juergas infantiles. Las
de ahora son lamentables montajes, planes papeleros previstos por la Casa de Cultura donde no
participa la mente del niño. Aún tengo esperanzas en el retorno de la auténtica infancia, como
buen nietzscheano apuesto por una eterna e ingenua chispa en el ser humano, que
el espejismo de hoy con su estruendo de
altavoces y cervezas no puede apagar.
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