Quizás
el lector no sepa que Quentin Tarantino es medio indio piel roja, antepasado al
que debe su amor por los cueros cabelludos y la sangre. Cuando lo invité a una
cacería inusual, él, encantado, me acompañó: se trataba de un juego de video
donde le disparábamos a unos siouxs cabalgantes. En la primera ronda yo le llevaba
dos indios de ventaja, hasta que Quentin con tremendo encabronamiento, se puso
un sombrero y una estrella de sheriff y tomó la delantera.
Ya en
otra ocasión nos fajamos a escribir historias estrafalarias y él me ganó,
concibiendo un argumento donde un grupo de espías aliados logra matar a Hitler
en un cine francés y detener así la Segunda Guerra Mundial. Este relato superaba por mucho mi anoréxica reflexión
sobre un extraño Dr. A. Embud, autor de la teoría del Pez Morsa, o sea un
planteamiento que supera las Leyes de Murphy, negándolas y afirmándolas a la
vez, infinitamente. Un total fracaso.
Lo de
los indios vino porque quise tomar revancha del asunto de los argumentos.
Tarantino tiene una personalidad obsesiva con las peleas, nunca he podido
vencerlo. Quizás por ello no acepto sus invitaciones al Festival de Samuráis de
Kioto, donde los perdedores terminan en el mejor de los casos con un miembro amputado.
Fui yo mismo quien avizoró el gusto de mi director de cine favorito por los
implementos de muerte. Sin embargo me quedé boquiabierto ante el nivel de
exquisitez alcanzado en “Inglorius Bastards”, cuando un honorable oficial
alemán muere a manos de un experto bateador de origen judío.
Uno
termina la película odiando a los aliados, detestando a Churchill, con su
asquerosa mascá de tabaco. Quise tomarle la delantera al director escribiendo
un contraargumento, otra ficción distópica que narrara la peli de Quentin a la
inversa. Allí Inglaterra es invadida por nazis montados en globos de
cumpleaños, mientras el almirantazgo británico se mece en un cachumbambé de los
jardines reales tarareando una vieja canción: “Me quiere, no me quiere”. Finalmente
aparecen el rey Jorge y la princesa Isabel desnudos y cantan el himno frente a la Cámara de los Comunes, que
discute si entregar el país o irse de camping. El drama histórico cerraría con
un desfile de la victoria alemana por las calles de Londres, al ritmo de la
arrolladora conga cubana de la chancleta que canta: “Tú que me decías que
Guayabo no salía más….”
La idea
le disgustó a Tarantino y de un tajo de su sable partió a la mitad la copia del
libreto que le enseñé. Sin embargo, por chivar, le llevé la historia a
Spielberg, quien sólo sugirió la inclusión de una escena con extraterrestres o,
de lo contrario, la trama perdía verosimilitud. No tuve en cuenta tal parecer,
como tampoco el de recrear una escena conceptual a lo Stanley Kubrick, cuyos
significados se perdieran en el mar de la semiótica cinematográfica. En
definitiva lo mío era meterle envidia a Quentin y creo que lo logré.
No
pensé que dicho guión suscitara el interés del ICAIC, que de inmediato hizo
contacto conmigo, pues quería realizar la película en las aguas de la bahía de La Habana. “Ahora Quentin sí
se muere de envidia”, dije. Pero la
filmación se me presentaba poco práctica. Por ejemplo: para recrear la Royal Navy sólo contábamos
con la lanchita de Regla, mientras que el actor que hacía de Winston Churchill
era un gordo reguetonero y alérgico al tabaco, que nunca llegó a entender el
libreto (siempre creyó que interpretaba a un tal Cheo o Robe, famoso matón del
hampa batistiana). Terminé por vender el
guión y cederle la dirección a Fernando Pérez, capaz de filmar un largometraje
usando de presupuesto una col, un traje de babalao y un caracol. Según supe
aquella cinta llegó a estrenarse con el nombre de “La vida es silbar” y aunque
no tiene que ver con Kubrick, se pierde en las disquisiciones de una bruja
voladora.
Pero
vuelvo a lo de los indios, Quentin prometió que la próxima vez serían taínos o
siboneyes, pues no le hacía gracia eso de matar a sus antepasados. Le dije que
estaba bien, pero que tal cosa ya no dependía de los programadores de software
cubanos, pues por culpa del bloqueo norteamericano no tienen suficientes
tecnologías para fabricar tales videojuegos. Tarantino prometió hacer contacto
con Sean Penn, para juntos proponer al Congreso Estadounidense el levantamiento
de las restricciones. El actor lo ayudaría, pues gozaba de cierta popularidad
en el mundo gay de la política, luego de interpretar magistralmente a Harvey
Milk.
Hasta
entonces nos conformaríamos con asesinar indios pieles rojas. Así, sentados en algún bar de la Habana Vieja, conversamos
sobre cine y me he enterado de la mayoría de los chismes, por ejemplo supe que Glen Closse es en verdad un alter ego de Fredie Mercury, de ahí el virtuosismo
de la actriz y su capacidad de interpretar al enigmático Albert Nobbs. Ante mi
inquietud sobre si Marilyn Monroe estaba muerta, Quentin contestó que nadie
estaba seguro, nunca se sabe, pues por ejemplo muchos dan por vivo a Paul
McCartney, pero existen pruebas fidedignas que demuestran lo contario. “Pero,
¿y el tipo que salió cantando en la inauguración de las Olimpiadas de Londres?”,
pregunté. “Habladurías, pamplinas, efectos especiales y luces de discoteca”,
contestó Quentin.
El
tiempo ha transcurrido sin que lleguen los indios taínos, y ya hemos masacrado
a todas las naciones nativas de Norteamérica. Él con su wínchester y disfrazado
de sheriff, y yo con un vaso de ron y
discutiendo de cuestiones como la inmortalidad cangrejera de Sean Conery y la
vertiente ocultista del papel higiénico. Recientemente otro videojuego nos
llamó la atención, era bastante parecido, sólo que los indios cambiaban por
esclavos. Alguien que nos vio prendidos del nuevo software acusó a Tarantino de
ser un racista.
“No es
la primera vez que lo hacen” me dijo el director de cine “A Clint Eastwood
también lo consideran un jodido nazi sureño”. Esto de las razas en Cuba es un
poco distinto a los Estados Unidos, y quise explicárselo a Quentin. “Mira, acá
no hay negros y blancos, el que no tiene de congo tiene de carabalí, eso dijo
hace tiempo un gordo mulatón él, antropólogo”. Pero no me entendió y se puso a
concebir un argumento para limpiar su nombre de todo racismo posible. En los
primeros borradores era tanta su defensa de la raza negra, que llegó a escribir
una historia donde los blancos son la hez del mundo, un subproducto de la
aberración natural. Terminó realizando una versión descarada de “El planeta de
los simios”.
Tales
esfuerzos dieron por fin su fruto y luego de meses de investigación, de
conversar con afrodescendientes, de asistir a
bembés y de montársele el santo (además de aparecer en el blog de la Negra Cubana),
Quentin Tarantino llegó al guión de “Django se desencadena”, una historia
antiesclavista, donde no abandona el tono brutal de siempre.
Pocos
conocen el verdadero origen del nuevo largometraje tarantiniano, por eso
escribí esta crónica, aunque los críticos se emperren y empiecen a tildarme de
autosuficiente y creyentón. No importa, la verdad se impone y yo sé que algún
día tendremos a Quentin entre nosotros, como uno más, filmando una peli sobre
indios taínos que se fajan a escribir argumentos extraños, donde un ser del
futuro montado en un animal de dos ruedas tiene un accidente y viaja hacia los
tiempos del Imperio Azteca. O quizás esa historia infame, sobre un pueblo donde
la gente tiene una maldición de cien años y se niegan a dormir. Qué sé yo,
Tarantino tiene inventiva y todo lo resuelve con sables de samuráis y venganzas
inexplicables, no creo que el próximo largometraje sea la excepción.
Tan solo espero que en la película donde aparezcan nuestros indios taínos no haya tanta sangre para no tener que cerrar los ojos y perderme un minuto del filme, así que si puedes conversa con Tarantino.
ResponderEliminarjajaja, ok, descuida, ahora mismo se lo digo, es que está muy ocupado escribiendo un argumento donde un periodista cubano escribe locuras en un blog y termina siendo linchado por sus lectores. Enseguida lo llamo para darle tu sugerencia. Un abrazo.
ResponderEliminarHola, perdona la intromisión porque llegué a este loco blog tal vez escondida, pero Albert Nobs no lo protagoniza Meryl Streep, sino Glen Close, solo que ambas fueron nominadas a la edición anterior de los Oscar- la 82 si no me equivoco- y la primera obtuvo el galardón por su interpretación de Margaret Thatcher en La Dama de Hierro. Claro que la rivalidad por el galardón en ediciones anteriores puede haberte confundido. Me gustó mucho tu crónica. Saludos
ResponderEliminarOk, tienes razón, son tan buenas que las confundo.
EliminarBienvenida, espero que en el futuro me digas tu nombre.
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