Cada uno de nosotros es responsable ante la
nación del talento que ha recibido de la naturaleza.
Jacobo
Luis David, ante la Convención Revolucionaria
Podría
escribirse la Historia
de la Humanidad ,
a través de la Historia
del Arte. Frase nunca tan común como cuando se nombra a Jacobo Luis David: el
pintor de la
Revolución Francesa , el pintor del Directorio, y finalmente,
el pintor de Napoleón Bonaparte. Cuando hablamos de neoclasicismo, nos
referimos a una forma nueva de ver el mundo clásico, y más aún, de adaptar su
estilo y sus temas a una vertiente ideológica que necesita de tales formas
rígidas, que reclama un arte grandilocuente y social, una pintura que sea por
sí misma un discurso, que comunique una idea con sobriedad y presteza. En los
trazos de este pintor de la clase burguesa, se plasma un hecho que cambiaría la
historia del hombre y su arte para siempre: la toma del poder de forma
definitiva por parte de la burguesía. Como sabemos, el capital sí necesita del
Estado-Nación para su operatividad, es dependiente de que existan unas leyes
que rijan y protejan la propiedad privada y que regulen el comercio y las
comunicaciones. El viejo mundo y su rezago: el llamado Ancient Regime de los
reyes absolutos, no concordaban con tal idea del Estado. A la vieja concepción
del país, le era ajena la idea de que cada quien formaba parte de un todo, idea
muy aristotélica, y que por tanto era un deber y un honor de cada ciudadano
morir defendiendo ese todo que es nuestro bien común. Concepción que asume el
ropaje de la ideología grecorromana del hombre como animal político, sujeto a
la patria, al Estado-Nación. Ahora bien, podemos decir que el arte de Luis
David estuvo volcado a tales fines ideológicos, ya fuera por mandato de la
propia capa estamentaria, o ya porque se trataba de las ideas de una época
anejas a una clase en pujante toma del poder. El cuadro Juramento de los
Horacios (óleo sobre lienzo 330 X 425 cm .), puede considerarse el manifiesto
neoclásico por excelencia, tanto en el aspecto formal, como temático y por
tanto ideológico. Curiosamente, la obra fue encargada por el propio rey Luis
XVI para elevar la moral pública, he aquí que el representante de una era en
decadencia sufraga una pintura cuya esencia es cada vez menos monárquica y más
burguesa.
En la
simplicidad de la línea y la composición podemos observar ya la mentalidad
racionalista, clara y sencilla del espíritu burgués. Contrario esto último a
los excesos colorísticos del rococó cortesano de la época del esplendor
absolutista. A través de esta pintura se nos transparenta la idea del Estado
como un pacto que debe ser resguardado con celo sagrado y honradez, al precio
de cualquier sacrificio. Lo sobrio es identificado con lo sacro, (ya lo poco
serio, el juego y el erotismo sensual e irresponsable, propios de una
aristocracia parásita, resultaban antiéticos, desde el punto de vista de una
ética burguesa cada vez menos respetuosa del derecho divino medieval). Lo sagrado,
es el deber con la patria. Este arte iría perfilándose frente al decadente e
incluso quizás repudiado estilo anterior, hasta acabar siendo el arte de la Revolución Burguesa.
Estamos pues en presencia de un cuadro
que coloca lo ideológico como meta, sin perder no obstante belleza y
dramatismo. Se ha querido justificar en la rigidez estatuaria de los cuadros de
David, que su arte es un canto al mundo
disciplinado y sin contradicciones de la mentalidad propietaria, pero la
tensión humana no se pierde, está ahí, en el gesto de los tres hermanos
Horacios ante su padre, jurando sacrificar la vida por su pueblo, mientras en
el suelo, el abatimiento de la mujeres sirve de testimonio de la tremenda
desgarradura humana del instante. El
cuadro evoca un pasaje de las Décadas de Tito Livio, que narra cómo los tres
Horacios, defensores de Roma, combaten contra los tres Curiacios, defensores de
Alba, ciudades en pugna durante la antigüedad. El desgarro familiar, (familia
que es sacrificada en favor del Estado), se da porque Sabina, esposa de uno de
los Horacios, es hermana de los Curiacios, y Camila, hermana de los Horacios,
es la prometida de uno de los Curiacios. Sacrificio del bien individual más
preciado en pos del bien patrio, renuncia a la vida y al amor (aspectos muy
valorados por el rococó) en pos del deber. Incluso, según muchos críticos, no
es en los temas más apegados al devenir político de su época, donde pierde David esta vitalidad
suya, al contrario, pues sobre todo al final de su carrera sus cuadros por
encargo sobre acontecimientos trascendentes, eran cada vez más vivos, mientras
que el tema clásico le resultaba cada vez más vacío y edulcorado, como en el
caso de Leónidas. Estamos ante la presencia sui géneris de una forma que
mientras es más social, más “colectiva”, es más perfecta. No extraña entonces
que Napoleón I Bonaparte, prefiriera a Gros (el primero en representar
humanitariamente la guerra, por ejemplo en su cuadro Los apestados de Jafa) en
lo personal, pero llamara a David para todo acto solemne de índole histórica
(como su coronación). El Juramento de los Horacios, expuesto en el Salón de
1785, marca el fin del neoclasicismo prerrevolucionario y medio rococó aún (el
llamado estilo Luis XVI) y más que un cambio de gusto, es la representación
artística del ascenso de un ideal social diferente.
Hablamos
de este cambio de gusto, cuando vemos que se echa a un lado el estímulo óptico
y sensual del color. Ante este gusto “depravado y deshonesto”, en apariencia despojado de interés social,
surge este otro cuyo fin es la conquista de la sociedad. Alguien diría que
antes del Salón de 1785, sólo unas tres mil personas en Francia apreciaban el
arte o podían emitir algún criterio razonable sobre el particular, pero después
ocurre toda una eclosión de las masas en las galerías, opinando, escrutando
significados, lo cual favoreció incluso el florecimiento de gran cantidad de
entendidos y críticos. Con este arte surge pues de manera definitiva la
modernidad capitalista con sus contradicciones. Pero aún no estamos ante la
postura individualista de los románticos, y esta pintura neoclásica es un tipo
de obra que aspira siempre a ser observada y entendida por el gran público. Por
eso expone con claridad lineal ideas sencillas, en este caso el deber del
ciudadano para con la defensa de su Estado, superobjetivo que se logra en
virtud de la composición piramidal masculina que culmina con las espadas, y que
tiene en su base al simbólico abatimiento femenino de todo lo que se debe dejar
atrás, concerniente al individuo. Los sentimientos no son nada ante el deber,
parece que nos está diciendo David. Simpleza de ideas, simpleza de colores
(amarillo, rojo, azul sobre todo), dando supremacía a la línea, al gesto, a la
estatua por encima del hombre, al hecho histórico por encima del momento
pasajero. David no quiere captar lo pasajero, sino lo trascendente, su ideal no
es una foto fiel, sino una obra donde a más de los retratos, surjan aquí y allá
retratos morales que sirvan de guía e impongan una idea. La recurrencia aquí al
tema clásico, será, como luego en el caso de la Edad Media con el
Romanticismo, un mero vehículo, un mero entusiasmo, detrás de cuyo ropaje está
un nuevo arte que ya no es el de Praxíteles.
El
Juramento de los Horacios es un exponente por excelencia además, del arte de su
autor, que luego reinaría en calidad de canon académico en Europa, sobriedad y
solidez, colores simples, siempre en medias pastas bien ligadas que no dejan
ver la textura de la pincelada y sin congelar los colores, características que
hicieron de este pintor regicida el representante por excelencia de una ética
que, detrás de valores tan grecorromanos como el bien común aristotélico, los
ideales cívicos romanos de patriotismo y heroísmo, rigor espartano, disciplina
estoica; esconde la concepción laica de un nuevo orden político, social y
económico. Testimonio de una época, el éxito de este cuadro fue inaudito y
masivo, su recorrido triunfal por Europa sólo se puede comparar con la marcha
arrolladora de Cannes hacia París que
inició el período de gobierno de cien días de Napoleón, tras su huida de Elba. Luis
David ha sido llamado el “Napoleón del Arte.” La obra en cuestión fue designada
como “el cuadro más bello del siglo,” metódico, económico, grandilocuente,
eficaz, representa tan claramente el ideal de su tiempo como La última cena de
Leonardo. Arte por cierto de la acción y
la exaltación, de barricada, de llamamiento, “marsellés”. Muy poco tiene esto
que ver con el fin de divertimento que tenía la cultura en tiempos cortesanos. Arte
donde la República
Romana es evocada durante el período prerrevolucionario y el
Consulado, mientras que el Imperio de los Césares es una constante para la
época napoleónica. El Juramento de los Horacios reclama de su público ese mismo
juramento sacro, en él hay el grito de guerra contra el viejo orden, es en sí
mismo un llamado a tomar la
Bastilla del arte, en él resuenan las notas de una Marsellesa
aún no escrita: ¡Adelante ciudadanos,
formemos batallones, marchad a defender nuestra Libertad! Todo parece
hundirse y renacer ante este clamor, es el fin de una época, y la aparición de
otra con distintas contradicciones y maneras de hacer y decir. Luis David es un
hijo de esa nueva clase revolucionaria, documentó conscientemente el espíritu
de dicho momento, retrató de tal forma su propio espíritu, su filiación
confesa, su mundo otro, su juramento.
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