¡Un momento! ¡Algo
sucede! ¡Señoras y caballeros, esto es espeluznante! ¡El extremo más cercano
del objeto está comenzando como a pelarse en escamas! ¡La cabecera empieza a
dar vueltas como un tornillo! ¡El objeto debe de estar hueco!
HOWARD KOCH
La radio sigue siendo esa tendedera entre
humanos que salva distancias enormes, basta con mover el dial y de pronto
tenemos a nuestro lado a un afectivo
compañero que nos informa, nos mima y aleja nuestra soledad. Recuerdo en mis
años de estudiante la fascinación que sentí por aquella película de Woody
Allen, “Días de radio” que narraba las peripecias de una caja mágica en el
entorno familiar de una época. Aquel aparatico era la salvación de los
misóginos, los solitarios, los soñadores enfermizos.
El film significó para mí una revelación,
además de la certeza de un medio que de pronto se me antojaba muy poderoso. Si
la lectura nos hace recrear imágenes, aquella voz mística, que provenía de
cualquier lugar, ya traía enlatados todo tipo de aventuras, chismes, tragedias,
rarezas, locuras. En una era tardía, donde prevalece el internet, añoré los
años dorados de la radio, ese ritual de familia, de tribu, de escuchar a un
chamán repitiendo poemas o narrándose un mundo paralelo. Uno podía desayunar en
presencia de los personajes de Alejandro Dumas, o reflexionar junto a F.D.
Roosevelt, o creerse que Superman existía en algún lugar no tan lejano.
En mi país el fenómeno causó furia, la
radio dejó huellas en nuestras vidas. Desde un siniestro castillo habanero se
emitían aquellos novelones que paraban el tránsito de las ciudades, provocando
amores, odios, revoluciones. Pasajes llenos de chismes dramáticos, que todos
tomaban por realidades palpables. Famosos fueron los episodios de “El derecho
de nacer”, reproducidos en todos los hogares, llorados por mujeres, niños,
hombres. O aquel “Chan Li Poo” que tantos atascos creara en la céntrica Habana
republicana. La radio recreaba mundos paralelos, soñados para amas de casa que se mecían junto al fogón,
experimentos que vulgarizaban bellamente a Wagner, a Chopin, a Rachmaninoff y
nos alelaban, como drogadictos.
En las páginas de “La tía Julia y el
escribidor” de Mario Vargas Llosa escuché los ecos de aquellos años. El
libretista Pedro Camacho encarna al chamán perfecto, proveniente de intricados
parajes bolivianos, que micrófono en mano nos deja saber de seres que mueren en
un capítulo y aparecen vivos en otro, de personajes cuya existencia real no
queda del todo dibujada y vagan por los entresijos de la trama, como ánimas.
Desde entonces soy un Varguitas enamorado que busca su doble entre libretos de
radio. Ellos también esperaban que les llegara la señal misteriosa desde la Habana , con las últimas
aventuras del caballerito de sociedad y la damita pobre.
Aquel deleite provino de una necesidad
ancestral de los humanos: la comunicación. Ya no era sólo el escueto puntaje de
Morse, ni las largas semanas en barco que atravesaban el Atlántico (con sus
naufragios incluidos); allí estaban los chamanes del éter con los partes de la
guerra y la sarta de esperanzas y desilusiones correspondientes. La película
“El Pianista” de Roman Polanski comienza y termina con una transmisión radial
de Chopin, en un nocturno doloroso que representa el traspaso de épocas. Pues
de alguna manera la caja mágica funcionaba como tablero, como fantasmagoría, y
uno se sentía parte del mundo oyendo de forma directa al gobierno polaco en el
exilio, o a De Gaulle desde la
Francia Libre alabando a Juana de Arco. La voz, amiga o
enemiga, iba rauda en una creciente globalización que presagiaba otros
augurios.
Esa fue mi impresión sobre la radio, medio
que llegó a construir de manera simultánea y masiva una realidad otra en
constante desarrollo. Era imposible sustraerse a sus ondas, como una telaraña
primitiva atrapaba a los más cautos. Alguien diría luego de su muerte a manos
de la televisión, y la mayoría pregonan su famélica dependencia hacia las
tecnologías digitales de la comunicación. Sin embargo no puedo olvidar que la
caja mágica funcionó como un primigenio internet, por su magnitud mundial e
inmediatez, pero además familiaridad. La radio humanizó el diálogo entre el
emisor y el receptor, ya no era el columnista desde su posición inalcanzable o
el cronista medio literato del suplemento dominical; sino el periodista-locutor
de voz amable.
En mi país la radio funciona a la manera de
esa tendedera etérea que nos lleva las últimas noticias del mundo, en boca de
personas comunes que comparten sus experiencias e intercambian otras con los
oyentes. La juventud aún la traslada a
la playa durante esas juergas donde priman los encuentros y la música moderna.
O podemos escucharla en el transporte público urbano, o montados en una
guarandinga de un pueblo a otro. En las regiones apartadas las voces se entrecruzan
y así todos saben del parto de Fulanita o del matrimonio de Mengano con Zutana.
A veces, entre montañas, sintonizamos la emisora comunitaria y podemos escuchar
un mensaje tan pintoresco como: “Olegario, te habla Lola tu mujer, para
acordarte de que traigas el palmiche cortado a las cinco de la tarde”.
Nos las hemos arreglado para que la radio
funcione como una mensajería instantánea al servicio del pueblo. Gracias a esta
inmediatez, el medio disfruta de mayor público y credibilidad que sus pares la
prensa y la televisión. Tal vez también porque los periodistas están obligados
a confrontarse cada día en vivo con sus oyentes, y así no pierden el sentido
popular y de arraigo imprescindibles.
Los chamanes del aire, capaces de curar
enfermedades, de modificar realidades o instaurar otras imaginarias; aún tienen
mucho poder. Profesionales y oyentes
somos miembros de una tribu que no se detiene, enviando sueños y percepciones a
través de esa señal misteriosa, oculta. Poderes que ni siquiera Orson Welles supo
dominar, cuando la recreación de un mundo extraterrenal se le hizo demasiado
palpable.
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