Mis
lectores son a ratos comprensivos, pero de momento se transforman en cisnes
sonrientes que expelen fuego por sus fosas nasales. O quizás en criaturas de
papel, cuyos colmillos de alacrán se clavan en mi verdad periodística. Yo sólo
intento sostener un criterio personal, pues no creo en la Objetividad , sino en
un cúmulo de objetividades individuales, falibles y humanas. De ahí parten mis
amores por la imagen rara y los amaneceres en Marte, la raíz onanista de unas
entradas como rosas crudas, traídas en Navidad, mientras Cortázar en otra
dimensión se rasca la nariz.
Entonces
pienso demasiado en mi parecido con el joven Rimbaud, despeinado, errabundo,
parisiense, borracho. El espejo me devuelve una imagen pálida, de ojos algo
tenues y perdidos, pelo como cucarachas kafkianas y piel de gelatina. Me siento
así cuando escribo, tomo las riendas de la imagen en una persecución de
locuras, donde Isidore Ducasse mide los segundos, los milisegundos…a la puerta
del manicomio. Un poeta se comporta como un imbécil entre la grita, sus alas de
tonto no le permiten un vuelo real y vive en ese onanismo casual, en un
Montmartre o destripando chicas con el filo de una estilográfica. Mientras, Londres se desespera y el Hombre
Elefante muere en un catre maloliente y antiséptico.
Cada
blogger marciano vive su propia torre de
marfil, unas veces obscena y otras, misteriosa, según la cohorte de bufones que
habiten las testas destetadas de la monarquía Capeto. Intenté lo objetivo, pero me salió un ser
grosero y monstruoso. Porque la salida está en la ciencia de las soluciones
imaginarias, en Jarry, en Tzará, en Bretón y sobre todo en el maestro Magritte.
La otra ciencia, el rigor, la imparcialidad, nos corroen, llevándonos a
senderos poco humanizados. El criterio más profesional jamás conocido será
elaborado en el futuro por máquinas superinteligentes, cuando haya desaparecido
el Hombre. Para entonces el mundo estará hecho de ciudades desiertas, simulando
vida, a la espera de algún espejismo cierto.
Por eso
evito convertirme en un dragón de papel inflamable y traigo siempre un
cortafuego portátil. Mis lectores lo entienden y bajan el ritmo de sus aullidos
y parecen flores a fin, y están ahí, quietos, listos para ser regados.
Verlaine
hablaba de su primer encuentro con Rimbaud, del niño aflautado que le trastornó
el hogar y llevó a la grita burguesa de París sus aleteos de albatros. “Demasiado
humano, demasiado loco”. Murmuraría la pervertida juventud femenina, apolillada
en sus vestidos de encaje y en las tardes porno, entre vinillos. Yo cuento de
mi parecido con Rimbaud y de los tantos Verlaine que he conocido. Digo entre la
grita de internet pareceres monstruosos, que son como gritos. Ellos levantan su
voz condenatoria y cual mandones piden el derribo de unas alas orgullosas,
desafiantes.
Cada
poeta es un albatros que desafía los aires y se burla de los marineros, pero un
infeliz entre la chusma de cubierta, una vez cazado. Apuesto entonces por ese
vuelo individual, donde me es dable todo insulto. Ellos con sus arpones
intentarán la herida y yo cual jardinero, les llamaré dioses, flores, amigos,
hermanos. Un blogger es como aquel poeta que a la salida de un café conversó
con su doble.
Hablo
de mi parecido con Rimbaud, de su vida fugaz, de cómo casi le rompe una
vértebra a Verlaine y de su huida a las tierras del cólera y el plátano. Pero
no paso por alto que yo también soy aflautado, y por eso me siento en la
ebriedad y el sinsentido cuando el espejo me devuelve la imagen pálida de un
muchacho de 24, que todos hacen de 17 o 14. Recuerdo aquel festín donde
desafiante busqué la pugna y alguien se negó a golpearme pues “yo era un menor
de edad”.
No
quiero envejecer de pronto, ni justificar mi amor por las entradas juguetonas
con una juventud persistente, pero a veces los pelos de punta y el rostro
pálido del niño Rimbaud resultan tristes y la gente no siempre se comporta como
flores. ¿Lo tendrá usted en cuenta, lector, cuando sienta su ira crecer como dragones
de papel de opio? Yo estaré desde acá tecleando una melodía borracha y
deformada, a la espera del próximo arponazo, como buen albatros.
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