Frente al papel sentía bloqueo
mental, pero no bien salía a la calle y las ideas le comenzaban a surgir.
“Simplemente no puedo escribir lo que siento”, se quejaba. Pensó que anotarlo
todo en un papelito mientras caminaba por la ciudad era la solución. Tampoco
dio resultado: el bloqueo se tornó persistente. Vio entonces que su carrera
estaba acabada, que nunca más escribiría. Envidió a los demás autores, a
quienes creía afortunados, llenos de inspiración y capacidad de trabajo. Estuvo
años compadeciéndose, carcomido por esas ideas que lo asaltaban en plena calle
y que luego languidecían como estrellas moribundas. Como había dejado de leer
las revistas literarias, no se dio cuenta de la total ausencia de las mismas,
ni del cierre de las librerías, ni de la quiebra de las editoriales. Mucho
menos del suicidio de la mayoría de los escritores contemporáneos. El bloqueo
era una plaga generalizada, todos hablaban de la muerte de la literatura. Él
simplemente no se enteró de nada y durante muchos años, antes de quitarse la
vida, tuvo esas ideas grandiosas, bellísimas, en plena calle, que excedían su
capacidad de escribir.
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