Trataba de escribir
al menos una línea interesante. Mi historia sería sobre tres tipos que
comienzan a beber y de pronto aterriza frente a ellos un platillo lleno de
luces, del que sale una chica de grandes caderas y un rostro de película. Pero
me detuve al oír la bulla que hacían unos borrachos en el portal de la casa.
–¡Métela, hombre!
–¡No encuentro el agujero!
Tomé una pistola que siempre
guardo debajo de la almohada.
–¡Dejen eso ya par de maricones! –grité y abrí
la puerta y di con dos tipos vestidos de
negro con arneses sadomazos, forcejeando en la oscuridad. Les hice diez
agujeros a cada uno, luego marqué un número telefónico al azar y me salió una
voz femenina:
–Psiquiátrico Nacional, sí, dígame.
Colgué y volví a
marcar varias veces cualquier número, y siempre me respondía la misma mujer:
–Sí, Loquero de la República , servicio a
domicilio.
Y yo siempre
colgaba, silencioso.
Así que están los tres tipos, deslumbrados por
una Miss Universo intergaláctica, que se baja de la nave, echa una bocanada de
humo verdoso y va hasta la barra para pedir un trago. Muy bien, ella debe tener
predilección por los hombres feos y los tres tipos estos son muy lindos, con
sus orejitas y naricitas rectas y torneadas. Uno por uno, son rechazados por la
chica. Aquí es cuando entro en escena.
TACTACTAC
Tocaban a la puerta.
Me levanté y abrí. Era un agente de la policía,
fue hasta la mesita de la sala, cogió mi botella de alcohol de hospital y se
dio un gran trago, luego eructó y dijo:
–¿Dónde está la Bomba
Atómica ?
Pensé que se refería a alguno de mis cuentos,
publicados en revistas pornográficas españolas bajo títulos como: El gran
culo dictador, La quimera del culo y Culos modernos.
–No tienes salida, te tenemos rodeado –volvió a
decir– mejor nos dices la verdad.
El hombre traía un revólver muy moderno a la
cintura, un par de esposas relucientes, una mirilla telescópica con asistencia
satelital, bazoocas de rayos laser, un minicañón y dos ametralladoras pesadas
colgando en su espalda.
Fui lentamente hacia la cómoda, puse dos balas
en mi pistola y le disparé a quemarropa. El ruido debió oírse a kilómetros de
allí. Caminé hasta la ventana y vi dos o tres patrullas rodeadas de tipos con
fusiles. Saqué la cabeza y grité:
–¡Y la próxima vez que se atrevan a venir les
lanzo la Bomba !
Arrancaron a todo motor calle abajo. De nuevo
hubo silencio.
Bueno, la chica tiene todos mis gustos: bebe,
oye música clásica (Handel sobre todo) y no hace absolutamente nada. Reímos y
hablamos durante una hora y allí mismo, bajo las mesas del bar, echamos la
mejor templada de nuestras vidas. Luego
la beso y le digo que venga a vivir conmigo, pero ella llora y comienza a decir
adiós y a desvanecerse hasta desaparecer. Lanzo una botella contra la
cristalería del bar y rompo no sé cuantas copas, el barman sale y me pega con
un bate de aluminio. Quedo en el suelo, deshecho, pero vivo, mirando a los tres
tipos que ahora ríen y suben a un convertible repleto de rubias semidesnudas
que blanden consoladores y otros juguetes sexuales. El carro arranca y deja
detrás una nube de humo en forma de $.
Miré hacia afuera. La noche transcurría como
siempre. Un hombre lobo aullaba a lo lejos. Había vampiros y momias por todos
lados. Saqué un billete de mi bolsillo y pensé, caramba, el último billete. El
tipo del billete, uno de pelo largo, con papada y aire aristocrático, pensó
sobre mí: caramba, el último escritor.
–Juan, saca al perro para que orine –dijo alguien en la casa de al lado.
–Pero, Vivian, ese animal me odia.
–¡Haz lo que te ordeno!
–Pero…
–¡Mierda de hombre! ¡Si no lo haces te juro que…!
Y se oyó una ráfaga de ametralladora y el ruido
de muebles y copas y paredes y cosas rompiéndose. El hombre salió al instante,
con el perro amarrado a una cadenita. No era un pastor, ni uno de esos
monstruos enormes de las películas, sino un chiquilín peludo y adorable que
hacía su pis meneando la cola. De pronto, Juan sacó un revólver y apuntó a la
mascota, el perro por su parte se detuvo, miró fijamente al dueño y le dijo:
–¡Ni lo intentes!
Después comenzó a crecer y a crecer y a crecer,
hasta cobrar el tamaño de la
Abadía de Westminster. Tomó al hombrecillo con una de sus
gigantescas patas y se lo tragó. Ladró un rato, mientras recobraba su antigua
apariencia dulce de perrito casero.
–¿Ya mataste a ese hijoputa? –preguntó Vivian.
–Tráeme un trago –le contestó el perro.
–¿Qué hiciste con el cuerpo y con toda la
evidencia?
–No te preocupes, tráeme un trago y quítate la
ropa.
TACTACTAC
¡Esa condenada puerta otra vez!, pensé.
TACTACTAC
¡MALDICIÓN! ¡Esa cochina puerta!
PUMPUMPUM
Agarré el hacha y destrocé la puerta.
Ahí estaba Adam Smith, el poeta inédito.
Se tragó lo que quedaba del alcohol y lanzó la
botella a través del cristal de una ventana. Luego, sentado y sonriente, dijo:
–¿Te enteraste? ¡La economía mundial está en
recesión!
–¿Y…?
–Bueno, el presidente anunció que ayudaría a su
pueblo.
–Mierda –contesté.
–Eso mismo pensé yo. El hecho es que ahora anda
por ahí un grupo de sádicos con antorchas quemando a los vagos y a los negros.
Acabo de verlos, gritaban algo sobre reducir el tamaño de la población, según
planteó un tal Malthus. Tienes que esconderme.
Adam no era negro, ni blanco, ni nada. Con
cuarenta años, pasó su vida entre los bares y los baños públicos, sin trabajar,
chupando penes y bebiendo pis. Se creía poeta, pero sólo hablaba de un libro: La riqueza de las naciones de Adam
Smith.
Agarré a Adam, al poeta inadaptado e inédito,
por la camisa y lo llevé hasta la bañera, que estaba llena de un agua turbia,
donde descansaba un esqueleto humano con pedazos de carne descompuesta aún adheridos.
–Es el dramaturgo Pirandello –le indiqué.
– ¿Ah, sí? –dijo Adam.
–También lo perseguían para matarlo.
– ¿Quiénes?
–El público, según me explicó, y los críticos de
arte y los actores y también seis de sus propios personajes.
–¡Mierda,
¿por qué?!
–No les gustaba su forma de escribir. Tocó una
noche a mi puerta, dijo todo esto y dejé que se escondiera en el baño. Luego me
olvidé de él. Hasta hoy.
Adam se quedó ahí, embobecido, mirando al
cadáver, mientras yo caminaba silencioso hasta la puerta, salía y los dejaba
encerrados para siempre en la bañera.
Un escritor de porquería está obligado a
escribir su porquería.
Me levanto, y camino hasta mi casa, pensando en
la chica extraterrestre. Entro y hay un tipo sentado en el sofá, frente a la
tele, con los deportes, el béisbol,
ganan los azules 3 por cero a los naranjas. Nos miramos, él tiene los ojos
condenadamente perdidos. Es la peor mirada del universo, ni un demente total,
ni un sicópata asesino en serie y fanático a The Catcher in the Rye miraría
de esa forma. Trato de agarrarlo, pero es muy rápido, se escabulle y sale
corriendo por una ventana. Me siento. Los naranjas meten un jonrón y ganan el
juego y el comentarista de la televisión se deprime, se echa a llorar
desconsolado, enloquece y grita que es Napoleón III. Luego me salen escamas en
la piel, debajo de los brazos, de los huevos, y luego en la cara y todo el
cuerpo. Por la ventana penetra la luz de un platillo, al que soy abducido por
un rayo multicolor. En el interior de la nave, me encuentro con la chica del
bar, que me besa y volvemos a echar otra gran templada.
Dejé de escribir y reí como un loco, luego tomé
la peluca del siglo XVIII y me la puse y comencé a bailar la Danza India de la Lluvia alrededor de mi
botella de alcohol de hospital. Varias veces soñé que llovían chorros de whisky
sobre el mundo, y que todos salían a emborracharse y luego terminaban vomitando
al mar toda la bebida y los océanos de la tierra eran enormes olas de vómito
que sepultaban los continentes. Siempre despertaba cuando, en medio del
desastre, aparecía un mono azul vestido con una escafandra y cantando la Carmañola en sánscrito.
Esperé media hora, sentado, sin escribir y sin
bailar. Tenía la sensación de que algo importante pasaría, pero no pasó nada.
Seguí con mi historia. El platillo es como un
apartamento normal, sólo que accionado por robots. Toda la tripulación tiene
aspecto humano, sólo yo sigo deformándome más, hasta ser una masa de carne y
escamas que en vez de caminar, rueda y se arrastra por el suelo de la nave. La
chica Mis Universo Intergaláctica me abraza y yo le digo:
–¿Por qué parezco un trozo de pescado
podrido?
–En mi planeta todos lucen así.
De inmediato, sus mejillas de rosa empiezan a
derretirse y de su piel suave salen unas escamas llenas de una sustancia
verdosa y pestilente. Trato de ir al baño a vomitar, pero tengo que hacerlo
allí mismo, encima de mi propio cuerpo. Somos como gelatinas sucias y
escamosas.
–Así es, querido, somos eso, gelatinas
escamosas. Descendemos directamente de las medusas de mar –me explica ella,
cuando ya entramos en la órbita de su planeta.
Comenzamos a vivir juntos, al principio todo es
amor entre los dos. Pero en ese lugar también hay una crisis económica y cada
vez escasea más el dinero. Un día ella llega y me dice que si no encuentro un
trabajo tendríamos que separarnos. Así que salgo a la calle y sólo hallo un
puesto como mesero de un bar extraterrestre, en las afueras de la capital del
planeta de las medusas. La jornada es excesivamente larga, porque el día alienígena dura el triple del día terrestre.
Por eso, a mi cuerpo agotado se le van
cayendo los trozos, hasta que sólo me queda un ojo, un brazo y un pie. La
economía empeora y la
Miss Universo gelatinosa decide dejarme por un corredor de
bolsa neptuniano. Termino de esa forma en la calle, en un planeta desconocido,
sin esperanzas.
Alguien me llamaba de nuevo, junto a la entrada
de la casa.
Busqué mi pistola, pero no pude encontrarla, en
su lugar di con el rifle y recordé a Salinger (generalmente se recuerda a
Hemingway). Fui hasta una ventana y vi que era el cartero. Un tal Henry
Chinaski. Acusándome de plagio intelectual. Apunté bien, a su estómago, y
disparé diez veces, el tipo se quedó tirado en el suelo, en medio de un charco
de sangre, después se levantó y salió corriendo.
Me senté delante de mi máquina de escribir. No
sabía cómo terminar aquel cuento. Nunca fui bueno haciendo nada. Sólo quedaba
el suicidio. Tomé el rifle y lo apoyé dentro de mi boca. Me volé los sesos. Era
inútil. Estuve un rato sentado frente al papel en blanco y lleno de sangre y de
pedacitos de sesos. Había restos de mi cráneo por todos lados. Miré por la
ventana hacia la calle, ya estaba amaneciendo. Un carro con altavoces pasó
gritando que se acababa el mundo, que era el fin, el Armagedón. Cerré los ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Prohibido abandonar el blog sin comentar