El
cuento está sobre la mesa a medio escribir, lo miro y por su aspecto me parece
una obra violenta, llena de malas palabras y sexo. Sin duda propia del Realismo
Sucio. Levanta una manita de papel y me saluda, obsceno, haciéndome un gesto
con el dedo del medio. Yo no le hago caso. Hace días que decidí no terminarlo,
porque le cogí miedo, nadie sabe los males que otro cuento absurdo y malhablado
podría traer a este mundo tan jodido ya por los personajes del Marqués de Sade.
Ayer mismo las noticias publicaron que uno de esos engendros le practicó una
vulva artificial a una prostituta, justo en medio de la espalda y luego copuló
por allí con ella. Mi cuento, no bien escuchó todo eso, soltó una sonrisita
malvada, confirmando mis temores sobre su personalidad sádica. Las obras
literarias de hoy día son propensas al crimen.
Casi
nunca dejo solos a mis cuentos, por miedo a que escapen. Antes, cuando salía me
aseguraba de presillar bien sus páginas, y de colocarles encima un cenicero,
para inmovilizarlos. Debía velar porque las puntas del papel (que son como sus
extremidades) quedaran bien sujetas, un
pequeño cepo doméstico. Todo con tal de evitar que el cuento sucio se convierta
en un delincuente, en un asesino o en miembro de los cárteles de la droga.
Hasta he solicitado a las autoridades la apertura de un expediente por
peligrosidad predelictiva, pero no existe ninguna legislación sobre crímenes
cometidos por personajes literarios, ni siquiera en el caso de caracteres tan
peligrosos como los de la novela Las 120
jornadas de Sodoma, que como bien sabemos sentaron un precedente judicial
en los tribunales norteamericanos, tras los Incidentes de Washington. Días
fatídicos en los que el Congreso de los Estados Unidos fue desvirgado de 120
maneras distintas. Todo el mundo sabe cómo lograron aquellos personajes de
ficción eludir espectacularmente la justicia, y que no resulta descabellado
pensar que estén ahora refugiados en nuestro país, con la anuencia
irresponsable de algunos escritores del patio. El auge del Realismo Sucio ha
sido el culpable de todo.
Mi
amigo Pedro Juan, autor de innumerables historias escabrosas y gran impulsor
del género en Cuba, había tomado como yo conciencia del asunto. Ambos nos
pusimos de acuerdo en un inicio para no escribir más cuentos sucios, pero
resultaba imposible. Está en el aura del ambiente. No bien tomábamos la pluma,
y sólo podíamos parir algún alcoholizado violador de niños que vive en las
cañerías de Centro Habana o a una memorable negra chancletera que ha matado a
tres maridos, con su plancha eléctrica; por sólo mencionar dos personajes tipo,
de los menos temibles. Incluso en una ocasión y en medio de nuestro desespero
decidimos renunciar a la escritura, si eso evitaba la muerte de personas
inocentes y reducir los índices de criminalidad. Aguantamos pocos días en tal
situación. Ya a punto de enloquecer, Pedro Juan y yo cedimos, al principio
levemente, redactando haikús y luego poemas pequeños, pero de gran
refinamiento. Recuerdo que entonces pensamos dedicarnos a la poesía, pues por
su naturaleza más delicada, la creíamos incapaz de ningún crimen. Sin embargo,
comenzaron a aparecer cadáveres por todos lados, diseccionados con elegancia y
maestría casi melancólicas, propias de cualquier soneto o verso libre que se
respete. En lo adelante no reprimimos
más nuestro impulso creador, al contrario, cedimos siempre al aura del
ambiente, y nuestras historias han sido más sucias que nunca. Pero siempre hay
que tomar medidas de seguridad con tales obras, mi amigo las sumergía en una
pecera gigantesca, tapada con una plancha de plomo de 2 toneladas, por eso
desde afuera, a través del cristal, los cuentos de Pedro Juan lucían como un
reservorio de infinitos alacranes. Yo coloco los míos en estos pequeños cepos
hechos con presillas de acero inoxidable. El método es menos espectacular, pero
me permite tenerlos más a la vista. Así puedo contarlos cada mañana y verificar
si falta alguno, también converso con ellos, a veces, cuando se deciden a
hablar, pero no dicen más que groserías.
Este
último me ha salido realmente horrible. Pero no al estilo de un personaje del
Marqués de Sade, sino de una peligrosidad más sutil y devastadora. Infantil. Se
trata de una muchachita, de unos trece años, rubia, que me incita a violarla.
No me lo dice directamente, pero su intención resulta indiscutible. Varias
veces me ha mirado con ese pestañear provocador de las niñas precoces que
desean ser penetradas salvajemente. Me
muestra su sexo abierto, incipiente y yo hago esfuerzos para no caer en la
tentación. Bien sé que como mismo no hay leyes que condenen los crímenes de los
personajes literarios, tampoco hay otras que los protejan y que yo podría
desvirgar a esta criatura de papel y tinta sin enfrentar mayores contratiempos
con la justicia. Pero eso es justamente lo que estos seres quieren: que te
vuelvas como ellos. Más aún, ahí recae su aspiración máxima, su razón de
existir. Porque, si yo me convierto en un violador perderé moral y potestad
frente a mis demás prisioneros y tendría que dejarlos en libertad, con toda la
carga destructiva que ello significa.
Pedro
Juan también descubrió dicha coartada y rechazó todo ofrecimiento sucio
proveniente de su población de alacranes. Últimamente le propusieron pitos de
marihuana, lavados de dinero, ganancias ilícitas habidas en la pornografía
infantil. Incluso intentaron nombrarlo capo de algún destacado cártel. Pero él,
como yo, no hacía caso y luego de parir aquellas abominaciones, las colocaba en
su pecera para alacranes. Ante nuestra posición vertical, muy pocas esperanzas
podían tener los cuentos sucios de lograr su ansiada libertad. Sólo existía un camino
para que alcanzaran tal cosa y era renunciando a su naturaleza transgresora.
Pero entonces ya no representarían un peligro. Conviene no obstante recalcar
que el Realismo Sucio está en el aura del ambiente y que como mismo no podemos
escribir sobre otra cosa, tampoco es posible que nuestras obras renuncien a su
naturaleza maquiavélica. Por tanto tal vía de reconciliación y libertad queda
descartada.
Ahora
bien, lo que sí pueden estos cuentos es engañarnos. La simulación está entre
sus virtudes delincuenciales. No les resultaría difícil hacerse pasar por gente decente, padres de familia
trabajadores y amas de casa, para luego salir por ahí a incendiar toda la
ciudad. Se lo dije a Pedro Juan, pero en tal punto diferimos por primera vez en
muchos años. Él no dudaba que nuestros escritos tuvieran la posibilidad de
camuflarse bajo un disfraz de santidad, pero tampoco creía que una obra
literaria fuera capaz de engañar a su autor. Tal cosa le pareció violatoria de
los principios básicos del arte.
Y
tuvimos varias discusiones Pedro y yo acerca de este asunto. Como resultado
nuestras diferencias se acentuaron, poniendo en riesgo una amistad cuyo
mantenimiento devino en vital para la literatura de este país. ¡Supuse entonces
con terror que Pedro Juan, sólo para irme a la contraria, dejara libre a alguno
de sus cuentos! Porque una vez que esto sucediera y ocurrieran los cataclismos
inevitables, mi amigo perdería potestad y moral frente a sus demás prisioneros,
teniendo luego que soltar la manada de alacranes. No quise ni pensarlo, me
pareció esencial el restablecimiento de nuestras relaciones, pero después de la
última discusión acerca de la esencia de la obra de arte había dejado de
visitarme. No salía de su casa, se pasaba los días escuchando música clásica o
viendo en su DVD documentales sobre la pintura de Miguel Ángel y las novelas de
Franz Kafka. Al menos eso es lo que oyeron durante meses los vecinos de su
barrio.
La
ausencia de Pedro Juan llegó a preocuparme muchísimo, porque sólo yo sé lo que
puede ocurrirle a un escritor solitario en su apartamento, rodeado de alacranes
literarios. Varias veces merodeé su casa, intentando saber algo, pero nada más
se escuchaba Las Variaciones Goldberg
de Bach y la voz de un locutor narrando los avatares de La
Capilla Sixtina. Sólo en una ocasión oí a mi amigo
hablando con otra persona. Pero como el tono de la conversación era decente y
no sentí ningún forcejeo o mala palabra, descarté cualquier tipo de situación
peligrosa.
Yo no
había renunciado a que Pedro Juan y yo restableciéramos relaciones, de hecho lo
llamé varias veces al día, pero él nunca levantaba el auricular. Durante noches
un solo pensamiento me dio vueltas: quién era el visitante de mi amigo, cuya
voz se me antojaba tan decente, culta, alejada de cualquier registro marginal.
Sólo existe otra persona en el mundo capaz de competir con Pedro Juan en cuanto
a soledad: yo. Por eso me extrañó que de pronto él estuviera socializando, ese
cambio repentino. Al cabo, encontré una explicación al asunto en las dotes histriónicas
de mi amigo, capaz de doblar hasta cincuenta voces diferentes. El acertijo
quedó momentáneamente solucionado, la supuesta visita no era más que un
desdoblamiento de él mismo.
Hace
unos días me había concentrado en escribir y vigilar a mis prisioneros. Casi ni
pensaba en el reservorio de alacranes. Hasta que recibí una llamada de Pedro
Juan. Me alegré de oírlo vivo y más animado que nunca. Según él, eso se debía a
su nueva amistad, una persona culta y decente, de conversación exquisita.
Confieso que no sólo sentí celos, sino envidia, pues ahora yo pasaba al primer
puesto entre los más solitarios del mundo. Sentimientos que pronto se
disiparon, cuando le pedí referencias acerca de ese amigo suyo. Entusiasmado,
me contestó que se trataba de un personaje de ficción, pero diferente, no
sucio, no asesino, sino humanista, impropio del aura de estos tiempos,
proveniente del Renacimiento. Pedro Juan me dijo que para crear dicha obra
distinta, se encerró durante meses en un ambiente anacrónico, empapándose con
obras de los viejos maestros y que finalmente se sustrajo del Realismo Sucio.
Le grité que era un engaño, un alacrán camuflado, que lo lanzara de inmediato en la pecera. De nada
valieron mis advertencias contra su euforia, mi ingenuo amigo creía en la omnipotencia
del autor frente a la obra y me colgó.
Desesperado,
no perdí el tiempo y llamé a la policía, al ministro de cultura, al presidente,
al parlamento. Pero ninguna de estas entidades tiene previsto dentro de su
objeto social luchar contra las amenazas de un grupo de seres de papel.
Convencido de la debacle que sobrevendría, me encerré, aprovisionado con cajas
extras de fósforos y velas, así como latas de leche condensada. Y de aquí no me
muevo, aunque venga a visitarme Dios mismo. De hecho, varias veces alguien
parecido a Pedro Juan ha tocado a la puerta, pero yo no hago caso, pues sé que
no se trata de mi amigo, sino todo lo contrario. Mientras observo la aparente
indefensión de mis pequeños prisioneros sujetos en sus cepos, pienso en lo
terriblemente sofisticados que pueden
llegar a ser.
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