Lo
seguí desde aquel encuentro en el metro, iba vestido como un perfecto
extraterrestre, con sus gafas enormes y aquella bufanda, la calva incompleta,
la tristeza perenne y esos hombros caídos de blue boy. La palabra blue
significa literalmente “azul”, pero nada en Woody Allen es literal, todo
confluye en un caos a veces nihilista, pero profundo, descarnado, hondo como
las volutas de humo de Manhattan.
Nos
perseguimos mutuamente, a veces yo me quedaba absorto a lo lejos, con la vista
puesta en su soledad de café de mala muerte. Sus ojos llenos de tristeza, el
cabello escaso, tan escaso como sus años de matrimonio feliz. Se casó muchas
veces, siempre en son de fracaso. Su vida era un caos, la mía también. Nunca me
he casado. Juntos hubiéramos desentrañado el sentido de la tristeza, del mundo.
Ni Santayana, ni Kant. Nadie como nosotros para lograr la alquimia perfecta de
la obra de arte experimental, orgánica, transgresora, al estilo de robóticos
personajes de Sade.
Aquella
persecución a través de Nueva York nos llevó a pequeños antros donde tiempo y
lugar se diluían, como las tramas de sus películas. Unas veces él aparecía bajo
el manto de un misionero hindú al servicio de cualquier potencia espiritual,
mientras mis aspiraciones de mago o de metafísico se iban a la ruina. Éramos
malos en el sexo, o al menos eso creíamos Woody y yo. Pero no dejábamos de
escribir sobre monjas violadas, cajas secretas donde ocurren orgías
impensables, desapariciones que fungían como verdaderos mensajes del más allá.
Me descubrí
como un doble de Woody mientras doblábamos la esquina de alguna avenida de
locos tocadores de cláxones. La gente anda sin sentido, demente, abarrotando
las calles de improperios, ya nadie cita a Buda ni conocen el concepto
platónico de amor. La gente es miserable, inconsciente, carece de metas, andan
como bestias. En una película ambos salíamos como villanos, quemábamos medio
mundo, y luego nos íbamos de vacaciones a Europa, mientras la crítica era un
absurdo insecto de quinta categoría que entretenía sus últimos minutos haciendo
de guardián del orden.
La
palabra blue significa azul, pero si nos guiamos por la escritura automática y
los designios a la deriva de un cadáver exquisito, creo que al final todo
tendría sentido, o lo mismo da. El sentido es un invento para bobos, retardados
pintores de extrañas musarañas vendidas como cuadros de Van Gogh a viejos
pedófilos y de cortos pijos. La palabra blue funciona como catalizador de la
nueva peli de Woody. No la he visto, pero como buen doble que soy (también
funjo como doble de Bukowski, en mis días de asueto, en otra dimensión de la
locura), creo adivinar que la cinta intenta resarcir a quien se enamorara de
tantas adolescentes, a ese moderno Chopin, tejedor de su muerte, que besaba
pequeñas en los escondrijos del jardín de Madame Sand. Otra entrega europea,
que como aquella Medianoche en París, retrata el universo inestable, sin
tiempo, del artista.
Como
pájaro enjaulado, Woody Allen ha llegado a la madurez (o quizás a la total
falta de madurez) y esta entrega nos trae una mente más macabra, soñadora,
desvariada, cruel. Tierna, sincera, artística, alleniana (no en el sentido de
Allen Ginsberg), triste como son todas sus entregas. Alguien recién me dijo que
cada película del Blue Boy suena a Blue Boy, aunque el semicalvo y alocado
Woody no actúe. Sus marionetas funcionan como ecos, resonancias de la tristeza,
del azul. No he visto Blue Jazmine, la última cinta de mi director favorito,
una obra que quizás nos explique “todo lo que siempre quisimos saber sobre
Allen y que nunca nos atrevimos a preguntar”, incluyendo sodomía, sexo,
rebelión, zonas paralelas de la mente, tristeza, mucha tristeza. La tristeza de un Blue Boy exiliado del
matrimonio y de Nueva York, que anda cabizbajo, con las manos en sus bolsillos
citando quién sabe qué sabios de qué dimensión paralela.
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