24 oct 2013

Johann

“Y quisimos ser hombres sin adorar Dios alguno”
                                                                              TS Eliot
Si yo fuera alemán me encantaría llamarme Johann, también hubiese deseado nacer en otra época; quién sabe si el siglo XVIII, en alguna pequeña aldea cercana a Weimar. La tierra donde floreció la carrera del adorado Goethe siempre me resultó misteriosa, propia de cuentos de los hermanos Grimm. Por cierto el autor de “Fausto” es otro Johann que admiro, junto a Bach y Pachelbel. Los dos últimos son músicos cuyas melodías no parecen humanas, en especial los conciertos de Sebastián y el Canon, compuesto por el segundo, a partir de los hilos más simples, y del espíritu más honesto.
Ese arte era sobre todo aquello: transparencia y glorificación de la belleza más allá de la belleza. Por ello Johann Sebastian Bach encarna la sublimidad, la excelsitud. Quiere decir que sus obras provocan dolor, una pena dorada por  profunda, intelectual, absoluta. El absolutismo idealista del espíritu alemán que apenas dialoga consigo mismo. La era de Fichte, Kant, Hegel. Una revolución copernicana, que sin abandonar el espíritu, se atreve a ir más allá. Lo bello que aterra por desconocido, los héroes anónimos como “El Viajero sobre el Mar de Niebla”, o el paseante del “Hombre de la Multitud”, que atraen por lo huero de sus rostros.
Poe, ese alemán sin Alemania, que llevaba una Alemania interior mucho más rica, pasional y reveladora; nos dejó ese mundo de máscaras en algunos de sus cuentos. A veces mientras leo “La máscara de la Muerte Roja” o contemplo alguna ruina parecida a la Casa Usher; escucho a Bach, sus suites, los conciertos para violín, cello. Pareciera que el Mayor de los Johannes (con permiso de Brahms) concibió un arte demasiado perfecto, donde no hay siquiera conciencia del público. Porque lo bello es pasajero, pero lo sublime queda por su naturaleza indefinible, polisémica.
¿Quieren conocer lo sublime? Contemplen a ese Bach del pincel que fue Goya, donde la razón se llena de monstruos durante el sueño. En cualquiera de sus cuadros habrá siempre el rostro que intenta ocultarse en apenas un gesto, la mueca de un personaje que nos deja en el alelamiento. Sublimidad en arte es como una especie de alienación, acaso cual las puertas de la ley retratadas más tarde por un inaccesible Kafka.
El artista sublime no aspira a la academia ni al reconocimiento fácil del mercado, se queda tranquilo, viendo pasar el mundo desde su puesto de trabajo, entre aburrido y distante. Por ejemplo, Franz Schubert (saliéndonos un poco de la johannmanía) jamás gozó del favor de la crítica, pasaba como un tímido y misántropo, desconocido. Un tipo soltero y fracasado que tenía su problema de adaptación. Sólo los amigos más cercanos sabían evaluarlo por sus méritos musicales. Años después de su muerte, el Genio Bipolar ganó toda la fama del mundo, en especial por su “Sinfonía Inacabada” (que yo prefiero llamar “Sinfonía Interminable”). No se sabe aún si dicha pieza contaba de un tercer movimiento, de hecho es perfectamente bella sólo con los dos primeros. Mucho se especula aún sobre si existe una partitura terminal de la sinfonía y sólo se extravió, o si Schubert simplemente, en un arrebato depresivo, la dejó sin acabar.
Lo sublime en arte va más allá de los nombres, uno se embelesa con la obra, casi ni se acuerda luego del autor. Johann, Franz, Edgar, Amadeus, Frederick;  son el mismo espíritu inabarcable. Toda belleza de tal magnitud tiene el aire de una pieza sin terminar, a la espera del alma sensible, pues funcionan más como vehículos que como expresiones completas y digeribles en sí mismas. Por ello no vemos el rostro del “Viajero sobre el mar de niebla” ni podemos definir por qué nos atrae una sinfonía dejada a medias, abandonada, un trozo de papel marginal.

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