“Y
quisimos ser hombres sin adorar Dios alguno”
TS Eliot
Si yo
fuera alemán me encantaría llamarme Johann, también hubiese deseado nacer en
otra época; quién sabe si el siglo XVIII, en alguna pequeña aldea cercana a
Weimar. La tierra donde floreció la carrera del adorado Goethe siempre me
resultó misteriosa, propia de cuentos de los hermanos Grimm. Por cierto el
autor de “Fausto” es otro Johann que admiro, junto a Bach y Pachelbel. Los dos
últimos son músicos cuyas melodías no parecen humanas, en especial los
conciertos de Sebastián y el Canon, compuesto por el segundo, a partir de los
hilos más simples, y del espíritu más honesto.
Ese
arte era sobre todo aquello: transparencia y glorificación de la belleza más
allá de la belleza. Por ello Johann Sebastian Bach encarna la sublimidad, la
excelsitud. Quiere decir que sus obras provocan dolor, una pena dorada por profunda, intelectual, absoluta. El
absolutismo idealista del espíritu alemán que apenas dialoga consigo mismo. La
era de Fichte, Kant, Hegel. Una revolución copernicana, que sin abandonar el
espíritu, se atreve a ir más allá. Lo bello que aterra por desconocido, los
héroes anónimos como “El Viajero sobre el Mar de Niebla”, o el paseante del
“Hombre de la Multitud ”,
que atraen por lo huero de sus rostros.
Poe,
ese alemán sin Alemania, que llevaba una Alemania interior mucho más rica,
pasional y reveladora; nos dejó ese mundo de máscaras en algunos de sus
cuentos. A veces mientras leo “La máscara de la Muerte Roja ” o
contemplo alguna ruina parecida a la Casa Usher ; escucho a Bach, sus suites, los
conciertos para violín, cello. Pareciera que el Mayor de los Johannes (con
permiso de Brahms) concibió un arte demasiado perfecto, donde no hay siquiera
conciencia del público. Porque lo bello es pasajero, pero lo sublime queda por
su naturaleza indefinible, polisémica.
¿Quieren
conocer lo sublime? Contemplen a ese Bach del pincel que fue Goya, donde la
razón se llena de monstruos durante el sueño. En cualquiera de sus cuadros
habrá siempre el rostro que intenta ocultarse en apenas un gesto, la mueca de
un personaje que nos deja en el alelamiento. Sublimidad en arte es como una
especie de alienación, acaso cual las puertas de la ley retratadas más tarde
por un inaccesible Kafka.
El
artista sublime no aspira a la academia ni al reconocimiento fácil del mercado,
se queda tranquilo, viendo pasar el mundo desde su puesto de trabajo, entre
aburrido y distante. Por ejemplo, Franz Schubert (saliéndonos un poco de la
johannmanía) jamás gozó del favor de la crítica, pasaba como un tímido y
misántropo, desconocido. Un tipo soltero y fracasado que tenía su problema de
adaptación. Sólo los amigos más cercanos sabían evaluarlo por sus méritos musicales.
Años después de su muerte, el Genio Bipolar ganó toda la fama del mundo, en
especial por su “Sinfonía Inacabada” (que yo prefiero llamar “Sinfonía
Interminable”). No se sabe aún si dicha pieza contaba de un tercer movimiento,
de hecho es perfectamente bella sólo con los dos primeros. Mucho se especula
aún sobre si existe una partitura terminal de la sinfonía y sólo se extravió, o
si Schubert simplemente, en un arrebato depresivo, la dejó sin acabar.
Lo
sublime en arte va más allá de los nombres, uno se embelesa con la obra, casi
ni se acuerda luego del autor. Johann, Franz, Edgar, Amadeus, Frederick; son el mismo espíritu inabarcable. Toda
belleza de tal magnitud tiene el aire de una pieza sin terminar, a la espera
del alma sensible, pues funcionan más como vehículos que como expresiones
completas y digeribles en sí mismas. Por ello no vemos el rostro del “Viajero
sobre el mar de niebla” ni podemos definir por qué nos atrae una sinfonía
dejada a medias, abandonada, un trozo de papel marginal.
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