Una señora me llama desde su apartamento, dice
que se filtra el agua, que los vecinos compraron a los abogados, que necesita
mi ayuda. Otro, aburrido, sólo hizo repetir por teléfono noticias del periódico
y contar de su paso por obras constructivas “de choque”. Quieren sugerir temas
periodísticos; como aquella mujer quejosa de su marido abusador. Yo tuve la
culpa, al sacar al aire un comentario donde daba a
entender la vaciedad de mi mente, y la voluntad de escribir sobre elementos
reales, entretenidos.
La verdad, ninguno de los que llamaron tienen talento como periodistas. Los temas resultan intratables, debido a su escaso nivel de justificación social (nosotros trabajamos sobre la base de lo concreto, pero generalizado, no se debe particularizar demasiado cada labor); o al talante detectivesco y panfletario de las situaciones. Imaginen por un instante que yo haga caso a todas las llamadas, y vaya de figurín detrás de cada historia tejida por aburridos oyentes, desde sus poncheras de bicicleta. Ahora apretemos un poquito más las neuronas: muchas de las cosas concebidas por ellos, tendrían que ser necesariamente mentiras, incluso gigantescas barrabasadas. Tengan ahora la peregrina imagen mental de un tipo como yo corriendo detrás de monstruos abusadores, nuevos destripadores Jack, sombras alienígenas que salen de los closets, dinosaurios que aparecen y desaparecen en medio de una concurrida calle.
La verdad, ninguno de los que llamaron tienen talento como periodistas. Los temas resultan intratables, debido a su escaso nivel de justificación social (nosotros trabajamos sobre la base de lo concreto, pero generalizado, no se debe particularizar demasiado cada labor); o al talante detectivesco y panfletario de las situaciones. Imaginen por un instante que yo haga caso a todas las llamadas, y vaya de figurín detrás de cada historia tejida por aburridos oyentes, desde sus poncheras de bicicleta. Ahora apretemos un poquito más las neuronas: muchas de las cosas concebidas por ellos, tendrían que ser necesariamente mentiras, incluso gigantescas barrabasadas. Tengan ahora la peregrina imagen mental de un tipo como yo corriendo detrás de monstruos abusadores, nuevos destripadores Jack, sombras alienígenas que salen de los closets, dinosaurios que aparecen y desaparecen en medio de una concurrida calle.
Ojalá tal cosa fuera posible, sí ojalá. No sólo
habría fundado yo una forma nueva de periodismo, sino incluso otro mundo; con
diferentes niveles de asombro. Una era donde cualquier secreto confesado por
teléfono a un periodista, por muy disparate que sea, se vuelve real. Ya puedo
ver las librerías y los cines en la quiebra, y a nosotros, los comunicadores,
con grandes capas de Superman, surcando los cielos de la noticia. A la caza de
algún tiburón con alas. No sé cómo llamarle a esa nueva especie de
profesionales; pero me viene a la mente “los periodistas salvajes”, algo así
como una onda Cocodrilo Dundee o Indiana Jones.
Pero no, aquí no hay crónica salvaje ni roja, ni escaparate que se le parezca. La realidad nos constriñe a los hechos, y a veces a lo imaginario, pero a un sector demasiado demodés del asunto. ¿Se imaginan que en medio de un superataque de clarias inteligentes yo me meta dentro de una caseta de teléfono y tenga la facultad de salir hecho un fenómeno de la naturaleza, con pectorales a lo Silvestre Stallone? ¡Eso sí que sería periodismo, cará! (¿de dónde habré sacado ese apócope de “cará” que me suena a olla de presión a punto de estallar?).
Lo cierto o lo incierto del trabajo de un periodista está en su mente, todos sabemos que una misma información puede abordarse desde puntos contrapuestos y servir con uno y otro fin. Ello responde al carácter activo tanto del emisor del mensaje, como del receptor. O sea el concepto de “obra abierta” que tantos dividendos aportara a la literatura moderna. El talante doctrinario, cerrado, constreñido a un solo significado, resulta demasiado infantil y poco efectivo. Mejor es vender la idea trasmutada en elección de ideas, o sea envuelta en una amalgama de apreciaciones, donde la mano del dogmático jamás pueda verse. No digo yo si necesitamos de esos “periodistas salvajes”.
Sea como sea, no sé volar con una capa, ni tengo fuerza de voluntad para alcanzar el volumen muscular de un fisiculturista. Las casetas de teléfono son cosa de Inglaterra (ya saben, esas que son cerradas y que Harry Potter usa para visitar a su amigo Ronald Weasley); o de Nueva York. Aquí un periodista salvaje tendría que meterse dentro de un quiosco de cuentapropista o detrás de una tendedera con percha traída de Ecuador. La tela, no sé si alcanzaría para tantas capas, lo más seguro es que el metro llegue a través de asignaciones directas de la UPEC; con la demora correspondiente, previa priorización de los cuadros.
Pero no, aquí no hay crónica salvaje ni roja, ni escaparate que se le parezca. La realidad nos constriñe a los hechos, y a veces a lo imaginario, pero a un sector demasiado demodés del asunto. ¿Se imaginan que en medio de un superataque de clarias inteligentes yo me meta dentro de una caseta de teléfono y tenga la facultad de salir hecho un fenómeno de la naturaleza, con pectorales a lo Silvestre Stallone? ¡Eso sí que sería periodismo, cará! (¿de dónde habré sacado ese apócope de “cará” que me suena a olla de presión a punto de estallar?).
Lo cierto o lo incierto del trabajo de un periodista está en su mente, todos sabemos que una misma información puede abordarse desde puntos contrapuestos y servir con uno y otro fin. Ello responde al carácter activo tanto del emisor del mensaje, como del receptor. O sea el concepto de “obra abierta” que tantos dividendos aportara a la literatura moderna. El talante doctrinario, cerrado, constreñido a un solo significado, resulta demasiado infantil y poco efectivo. Mejor es vender la idea trasmutada en elección de ideas, o sea envuelta en una amalgama de apreciaciones, donde la mano del dogmático jamás pueda verse. No digo yo si necesitamos de esos “periodistas salvajes”.
Sea como sea, no sé volar con una capa, ni tengo fuerza de voluntad para alcanzar el volumen muscular de un fisiculturista. Las casetas de teléfono son cosa de Inglaterra (ya saben, esas que son cerradas y que Harry Potter usa para visitar a su amigo Ronald Weasley); o de Nueva York. Aquí un periodista salvaje tendría que meterse dentro de un quiosco de cuentapropista o detrás de una tendedera con percha traída de Ecuador. La tela, no sé si alcanzaría para tantas capas, lo más seguro es que el metro llegue a través de asignaciones directas de la UPEC; con la demora correspondiente, previa priorización de los cuadros.
En fin, no sé cómo sería el lío de los periodistas
salvajes. Además, perdí el hilo de esta crónica y he concluido hablando
sandeces. Y me niego a abundar sobre lo más importante: el salario de esos
profesionales superhéroes. Aunque supongo que al igual que Batman y Robin,
dispondrían de todas las comodidades: un batimóvil, la mansión correspondiente,
una identidad falsa y alguna fortuna a lo Diego de la Vega que permita esconder los
rastros de las identidades heroicas, tras los rasgos adecentados de un burgués.
Ser un periodista salvaje de todas maneras, resultaría peligroso; ni el mayor
reconocimiento, ni la fortuna de Marlon Brando pagarían tal esfuerzo. Yo por si
acaso desconecto el teléfono y hago caso omiso a las llamadas insistentes y
siniestras de la gente, que cada día me oye a través de la radio, desde
plácidas poncheras de bicicleta.
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