Confieso que antes de escribir una
letra de este trabajo no había visto un solo capítulo de los famosos doramas.
Se trata de esas series facturadas en Corea del Sur o Japón y que imitan la
estructura del drama telenovelesco latinoamericano. Episodios sobre temas
amorosos, con abundancia de los estándares consumistas y un gusto distintivo
por cierta estilización del canon masculino. Traducidos a disímiles idiomas,
dichos materiales ocupan la programación durante un promedio de nueve y
dieciséis capítulos. Resulta interesante que el mundo occidental se halla entre
los destinos de mayor consumo, ni siquiera Cuba escapó a la difusión de los
doramas, a través de memorias flash, computadoras y otras vías alternativas. Un
análisis a vuelapluma de las series arroja que si bien responden a fuertes
intereses clasistas de la sociedad de consumo, no deben obviarse el poder de
las mediaciones culturales y la globalización de los patrones del capitalismo
neoliberal. Corea y Japón son dos naciones con un pasado bastante común, de
hecho ambas conformaron el Imperio que en la Segunda Guerra
Mundial hizo frente a un desmantelamiento “modelo” y a la construcción de otro
país, más apegado a los términos ideológicos, sociales y económicos del
ocupante norteamericano. La huella de la posguerra en Corea del Sur se
manifiesta en dos aspectos aún patentes: la fragmentación política del país y
la presencia de un capitalismo exuberante, que sigue fielmente el modelo
occidental por oposición al norte socialista, a China y a la extinta URSS. La
parte sur de la península pasó de un sistema imperial a uno capitalista y de
gobierno autocrático, cualquier análisis cultural del modelo surcoreano deberá
tener en cuenta el contexto y ese pasado inmediato y lejano. Japón conservó la
estructura imperial, pero cambió sus bases económicas hasta transformarse en la
potencia más exitosa del campo capitalista, tras dejar en manos norteamericanas
lo referente al plano militar y geopolítico. Como Corea del Sur, el País del
Sol Naciente sirvió de valuarte anticomunista durante la Guerra Fría; sus
fronteras estaban entre las zonas de tensión, donde capitalismo y socialismo se
miraban frente a frente. Era obvio que dos naciones con un pasado tan común y
un presente tan parecido reforzaran sus lazos en la política, y mantuvieran
elementos de parecido en lo cultural. Además, el modelo capitalista floreció
allí como una vitrina ideológica de enfrentamiento al sistema enemigo, sobre
esa misma lógica se edificó la República Federal de Alemania. En ese contexto de
imposición de patrones occidentales, no obstante se evidenció la permanencia
del imaginario imperial de los ancestros. Relaciones de vasallaje feudal,
sistemas de sumisión en castas y familias; flotan por detrás de la permanencia
del capital como principio y fin de todas las cosas. Si el contenido
capitalista de las series coreanas y japonesas se muestra con desparpajo, el
ropaje del asunto no escapa a la mediación cultural del pasado y las
tradiciones imperiales. Ello explica el uso de un vocabulario que resulta
chocante a los oídos del occidental, con palabras como “amo”, y otras
reverencias propias del ideario medieval tan distante hoy de la realidad
globalizante y capitalista. Pero Corea y Japón son potencias tradicionales y
modernas, cosmopolitas; en ellas se vio la explosión de las tecnologías y su
uso abusivo, además del surgimiento de una especie de “hombre nuevo”. Dicho
canon se cualifica por una belleza facturada a la medida de la pantalla
televisiva, el culto al poder del dinero, y a la creencia de la supuesta
superioridad de los ricos por encima de aquellos menos beneficiados por el
sistema. Dicho hombre, metrosexual, maquillado, recreado casi artificiosamente;
echa mano a elementos que contradicen el ideal machista occidental, sin
abandonar la noción asiática de dominación masculina sobre la mujer. Belleza,
fragilidad, delicadeza; palabras que en nuestra cultura se asocian a la mujer,
son vinculadas a la idea del poder del hombre de clase pudiente, que se coloca
por encima del resto. Relaciones de sumisión que el oprimido no sólo acepta,
sino que magnifica. Dicha pasividad tiende a transmitirnos que en aquella
sociedad moderna y dividida en clases todo es perfecto; el viejo cuento de la
“naturalidad” del capitalismo y la “artificiosidad” de cualquier plan o modelo
que se le oponga. Obvio que el proceso no resulta novedoso: las telenovelas
latinoamericanas legitiman el sistema con el uso de resortes culturales propios
del contexto nativo. Si en Corea el amo encarna la belleza y el poder; en México
sucede lo mismo, sobre cánones más apegados a la ortodoxia machista occidental.
Asimismo los papeles menos protagónicos y planos se delegan a personas de
clases bajas, las cuales aceptan de forma estática su situación. El consumo
pasivo y acrítico de estos materiales garantiza el éxito de quienes diseñan
productos con un fuerte contenido reaccionario. Se logra que el televidente
mire de manera idílica al modelo y que aspire en su subconsciente a adquirirlo.
La lógica sigue el mecanismo del anuncio comercial, una historia esquemática
que activa referentes culturales en la mente del receptor y los usa para
transmitir la ansiedad del consumo. Debemos ver las series asiáticas desde un
punto de vista activo, crítico, no meramente formal. En este caso como en otros
materiales de talante comercial, la máxima será el análisis, el apego a la
concepción más actual de los modelos comunicativos, donde tanto emisor como
receptor asumen papeles de cocreadores del mensaje. Recalco que antes de hacer
este artículo nunca visioné los famosos doramas. Ahora que las conozco, debo
reconocer otras virtudes que los acompañan: la fotografía, el guión fielmente
aristotélico, el logro de mensajes bien estructurados; pero todo ello puesto en
función de un paradigma social que no resulta para nada ingenuo ni casual.
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