Solíamos
platicar interminablemente, se nos iban las tardes hablando sobre Bach. Para
ella el Maestro tenía el tono poético exacto, la profundidad y la expresión
concisa de lo espiritual. Claro que coincidimos en muchas otras cosas, pero el
largo ma non tanto (segundo movimiento del Concierto para dos violines y
orquesta) nos elevaba de veras. Ya saben que tengo propensión a los sueños, y
que mi soledad es consecuencia de un enfermizo impulso a separarme de lo humano
circundante.
Pero
escribir sobre Bach se me hace difícil: son muchas las noches de lecturas que
he pasado oyendo sus melodías, desde las Variaciones Goldberg hasta la Pasión según San Mateo (esa
obra cristiana, tan elogiada por el anticristo Nietzsche). Confieso que de no
existir la literatura, hubiese bastado con Johann Sebastian Bach. Imagino al
Maestro a veces como el resultado de una genealogía de elegidos, algo así como
el origen de la música, planificado por alguna entidad superior. Si en la Biblia se nos narra primero
la ascendencia del pueblo hebreo desde Adán, y luego se recorre su devenir
desde Abraham hasta Jesús y sus apóstoles; la vida de Bach no comienza en Bach,
sino en una familia tocada por el talento. Tatarabuelos músicos, geniales
instrumentistas, anónimos organilleros de iglesias de pueblo; dieron lugar al
gen que devino en genio.
Cuando
el niño Johann subió al órgano de un templo cristiano por primera vez, ya su espíritu
estaba listo desde hacía siglos. Sólo hubo que pulir la técnica, que después
será renovada hasta un estadío superior.
No existió academia en Bach, y lo que sorprende más: a pesar de lo denso
de su música, de lo elaborado y catedralicio, llega perfectamente al gran
público. Cualquiera que tenga un corazón puede escucharlo. Como las obras
maestras, la melodía más emblemática del Barroco es capaz de sostenerse a sí
misma, y uno siente que dicho arte parece tan natural y eterno como el agua
corriente. Porque Bach no empieza en Bach, sino que estuvo entre nosotros desde
el inicio.
Al
principio del Evangelio según San Juan se nos brinda la imagen de Nuestro
Señor, unida a la creación del Universo por el Espíritu. Su historia no
comienza en Galilea, sino en el seno nutricio mismo de la vida en lucha contra
las tinieblas. Así nace Jesús, la
Luz del Mundo, en el evangelio del amor (como se conocen los
escritos de Juan). Sucede que Bach ya estuvo en la creación y que sus mensajes
aunque profundos ya los conocemos, nos hablan de verdades comunes. Por ello
paso horas oyéndolo, la fórmula de una felicidad que reside en aquellos
arpegios, en el adagio suave y el allegro assai. Quien niega a Bach, casi
parece un sacrílego.
Otros,
de la talla de Mozart y Wagner, verdaderos mastodontes de la música, señalaban
al autor de Tocata y Fuga como un Dios. Le rezaban brevemente antes de componer
y obtenían grandiosas piezas, mas nunca con la honestidad y el sentimiento de
Bach. Todo está en él, nuestros temores, las inseguridades, el llanto, las
certezas, el camino. En estos tiempos la música, una de las artes que más se
acercan al concepto puro de la materia, está en franca decadencia. El mercado y
la factura por encargo son enemigos de lo diáfano. La humanidad no marcha por
derroteros de luz, ha perdido la fe en el hombre, y por ende en la porción divina
que descansa dentro de nosotros. La regla no funciona para todos, pero se
establece como norma allí donde no recibe resistencia.
Hablar
de Bach (o sea de lo divino) parece casi un desacato, una alteración del orden
(o del desorden) en una vida vacía, formalizada y moribunda. Quienes nos
apartamos, pasamos por seres de naturaleza vampírica, supervivientes en islas y
exóticos parajes. Por eso la recuerdo hoy, cuando decidí que escribiría sobre
Bach. Porque nuestras islas se cruzaron por varias razones y ahora estamos
distantes. Extraño que ella me cante al oído que se embelesa con el Barroco,
que odia el presente.
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