14 mar 2014

El hombre ontológico y el mundo sin raíces ni matices

Contrario al “Hombre de la Multitud” de Edgar Allan Poe, el ser ontológico puede autodefinirse con independencia a la época en que viva; esto es en total libertad de los prejuicios y razonamientos de moda. En él están las eras que lo anteceden, una forma de conciencia que le impide olvidar de dónde viene y qué futuro le condicionaron. Por su parte, el personaje literario del autor norteamericano sólo existía a través de la volátil masa, en medio de una anónima gloria que lo insuflaba como el oxígeno.
En un ensayo sobre historia moderna y contemporánea; Erick Hobsbawn reflexionaba sobre la naturaleza de uno y otro periodo. La única línea de marcación estaba en la capacidad para recordar. Para el ser moderno, nacido en una era más estructurada políticamente, resultan comprensibles fenómenos como la actual crisis de valores; cuyas raíces deben hallarse en la inversión de paradigmas victorianos tras dos guerras mundiales. El contemporáneo suele definirse por oposición u adhesión a la masa que lo acompaña, siendo mucho menor el nivel de cuestionamiento causal de los fenómenos sufridos. Para estos últimos la crisis es La Crisis, la que siempre hubo, sin antecedentes, sin trasfondo; a veces hasta sin responsables. La total carencia de política es su politicismo. Una Guerra como la de 1914, sobreviene  suceso de la prehistoria, cuanto más en tema de un juego de video online. Estas afirmaciones proceden de alguien como yo, que aun nacido en 1988, veo cómo mis contemporáneos ignoran olímpicamente la naturaleza y la procedencia de conceptos elementales. 
El hombre ontológico resulta raro y el hombre masa se apodera de los espacios establecidos. Como predijo Orwell y teorizó Gasset, el nuevo ser se presenta como una hoja en blanco ante un universo activo y cambiante. Las relaciones no pasan de la virtualidad, aún cuando se trate de personas que no accedan a la web. Recuerdo una novela de Ray Bradbury donde la gente nunca fraternizaba, sino que tendían lazos con otras, recreadas artificialmente mediante pantallas de plasma en las paredes. Tampoco había conversaciones sino risas y gritos eufóricos. Aunque parezca ficcional, hoy día muchas parejas y familias viven a ese nivel de entendimiento. El concepto de lo fraterno deviene en su sombra para quienes prefieren esa igualdad sicológica tan plana.
No hay hombre ontológico que no quiera esconder su cualidad ante una raza que condena la conciencia de lo perfecto y bueno; dos entelequias que por inalcanzables movieron a grandes artistas y científicos a lo largo de civilizaciones. Para la masa sólo hay una idea: esta. Y de aceptarla sin raíces ni matices deja de S/(s) er, y nos llega una papilla indigesta, carente de sabor, nebulosa. No existe música que exprese mejor el cuento de Edgar Allan Poe citado a inicios de este escrito que el reguetón, danza ritual del sexo que debiera constituir el cántico de los nuevos corifeos del nihilismo.
Pero dejemos la música que no es sino un reflejo espiritual de la carencia o el exceso de espíritu. 
Cuando se vive rodeado de hombres masas, personas que ni se preguntan de dónde proviene este mundo, nos sentimos como en un espejismo, sólo somos visibles a través de la luz y la pantalla hipersensible. Un atisbo de oscuridad puede borrarnos, sin que dejemos un rastro consciente de nuestro paso. En un filme basado en la novela de HG Wells “La máquina del tiempo”, los habitantes de la Tierra futura ni siquiera se enteraban de un pasado compuesto por nosotros. Divididos en dos razas que encarnaban la esencia humana, se dirimían entre predadores y presas, en un universo sin matices ni raíces. Teorías de lucha enarboladas a raíz de la modernidad y que perpetuaban el odio, sentaron las bases de esta ficción en el citado escritor británico.
La aparición de un mundo donde sólo hay vencedores y vencidos, no parecía lejana para quienes a fines del siglo XIX veían la decadencia victoriana y el fin del espejismo imperial. La llegada de un tiempo donde sólo los fuertes prevalecen, los físicamente preparados para una guerra ciega, sin raíces, y eterna. Tema que reaparece en innumerables novelas y cuentos de ciencia ficción, pero que en la obra “1984” George Orwell dibuja mediante la lucha constante de las superpotencias que ocuparán todo el globo terráqueo. Una confusión entre conceptos cuya finalidad es la reducción de lo complejo a lo más simple, y la manipulación de los soldados hacia la muerte.
Comoquiera, el hombre ontológico quedará, al paso que vamos, extraviado en medio de parajes desiertos, si acaso acompañado de otros seres similares y escasos. En el final de “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury , los sobrevivientes de una persecución contra la cultura y los libros terminan en refugios aislados, en cuevas, memorizando obras clásicas como los diálogos de Platón, el Quijote o “La Divina Comedia”; metáfora del hombre ontológico en un futuro de masas. Llamen pesimismo o nihilismo a esto que planteo, pero prefiero la certeza amarga al dulzor artificioso. El idealismo objetivo, defensor de dicho precepto, también cree en lo inmanente del pasado a través del carácter social de las ideas. El absurdo hombre masa, como resultado de un proceso, niega aquello que lo define. Su paradoja lo destruye, mientras él se glorifica. Más allá, tras las montañas, el sabio solitario musita los pasajes de “Así hablaba Zaratustra”, y hace malabares contra el olvido.

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