Contrario
al “Hombre de la Multitud ”
de Edgar Allan Poe, el ser ontológico puede autodefinirse con independencia a
la época en que viva; esto es en total libertad de los prejuicios y
razonamientos de moda. En él están las eras que lo anteceden, una forma de
conciencia que le impide olvidar de dónde viene y qué futuro le condicionaron. Por
su parte, el personaje literario del autor norteamericano sólo existía a través
de la volátil masa, en medio de una anónima gloria que lo insuflaba como el
oxígeno.
En un
ensayo sobre historia moderna y contemporánea; Erick Hobsbawn reflexionaba
sobre la naturaleza de uno y otro periodo. La única línea de marcación estaba
en la capacidad para recordar. Para el ser moderno, nacido en una era más
estructurada políticamente, resultan comprensibles fenómenos como la actual
crisis de valores; cuyas raíces deben hallarse en la inversión de paradigmas
victorianos tras dos guerras mundiales. El contemporáneo suele definirse por
oposición u adhesión a la masa que lo acompaña, siendo mucho menor el nivel de
cuestionamiento causal de los fenómenos sufridos. Para estos últimos la crisis
es La Crisis ,
la que siempre hubo, sin antecedentes, sin trasfondo; a veces hasta sin
responsables. La total carencia de política es su politicismo. Una Guerra como
la de 1914, sobreviene suceso de la
prehistoria, cuanto más en tema de un juego de video online. Estas afirmaciones
proceden de alguien como yo, que aun nacido en 1988, veo cómo mis contemporáneos
ignoran olímpicamente la naturaleza y la procedencia de conceptos elementales.
El
hombre ontológico resulta raro y el hombre masa se apodera de los espacios
establecidos. Como predijo Orwell y teorizó Gasset, el nuevo ser se presenta
como una hoja en blanco ante un universo activo y cambiante. Las relaciones no
pasan de la virtualidad, aún cuando se trate de personas que no accedan a la
web. Recuerdo una novela de Ray Bradbury donde la gente nunca fraternizaba, sino
que tendían lazos con otras, recreadas artificialmente mediante pantallas de
plasma en las paredes. Tampoco había conversaciones sino risas y gritos
eufóricos. Aunque parezca ficcional, hoy día muchas parejas y familias viven a
ese nivel de entendimiento. El concepto de lo fraterno deviene en su sombra
para quienes prefieren esa igualdad sicológica tan plana.
No hay
hombre ontológico que no quiera esconder su cualidad ante una raza que condena
la conciencia de lo perfecto y bueno; dos entelequias que por inalcanzables
movieron a grandes artistas y científicos a lo largo de civilizaciones. Para la
masa sólo hay una idea: esta. Y de aceptarla sin raíces ni matices deja de S/(s)
er, y nos llega una papilla indigesta, carente de sabor, nebulosa. No existe
música que exprese mejor el cuento de Edgar Allan Poe citado a inicios de este
escrito que el reguetón, danza ritual del sexo que debiera constituir el
cántico de los nuevos corifeos del nihilismo.
Pero
dejemos la música que no es sino un reflejo espiritual de la carencia o el
exceso de espíritu.
Cuando
se vive rodeado de hombres masas, personas que ni se preguntan de dónde
proviene este mundo, nos sentimos como en un espejismo, sólo somos visibles a
través de la luz y la pantalla hipersensible. Un atisbo de oscuridad puede
borrarnos, sin que dejemos un rastro consciente de nuestro paso. En un filme
basado en la novela de HG Wells “La máquina del tiempo”, los habitantes de la Tierra futura ni siquiera
se enteraban de un pasado compuesto por nosotros. Divididos en dos razas que
encarnaban la esencia humana, se dirimían entre predadores y presas, en un
universo sin matices ni raíces. Teorías de lucha enarboladas a raíz de la
modernidad y que perpetuaban el odio, sentaron las bases de esta ficción en el
citado escritor británico.
La
aparición de un mundo donde sólo hay vencedores y vencidos, no parecía lejana
para quienes a fines del siglo XIX veían la decadencia victoriana y el fin del
espejismo imperial. La llegada de un tiempo donde sólo los fuertes prevalecen,
los físicamente preparados para una guerra ciega, sin raíces, y eterna. Tema
que reaparece en innumerables novelas y cuentos de ciencia ficción, pero que en
la obra “1984”
George Orwell dibuja mediante la lucha constante de las superpotencias que
ocuparán todo el globo terráqueo. Una confusión entre conceptos cuya finalidad
es la reducción de lo complejo a lo más simple, y la manipulación de los
soldados hacia la muerte.
Comoquiera,
el hombre ontológico quedará, al paso que vamos, extraviado en medio de parajes
desiertos, si acaso acompañado de otros seres similares y escasos. En el final
de “Fahrenheit 451”
de Ray Bradbury , los sobrevivientes de una persecución contra la cultura y los
libros terminan en refugios aislados, en cuevas, memorizando obras clásicas
como los diálogos de Platón, el Quijote o “La Divina Comedia ”;
metáfora del hombre ontológico en un futuro de masas. Llamen pesimismo o
nihilismo a esto que planteo, pero prefiero la certeza amarga al dulzor
artificioso. El idealismo objetivo, defensor de dicho precepto, también cree en
lo inmanente del pasado a través del carácter social de las ideas. El absurdo
hombre masa, como resultado de un proceso, niega aquello que lo define. Su
paradoja lo destruye, mientras él se glorifica. Más allá, tras las montañas, el
sabio solitario musita los pasajes de “Así hablaba Zaratustra”, y hace
malabares contra el olvido.
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