Quiso
como todos los soñadores perderse en sus personajes; creerse el mundo que nos
legó a través de tantas páginas eternas y solitarias como la estirpe de sus
novelas. Gabriel
García Márquez, Gabo, narró nuestro universo. Macondo y los Buendía pueden ser
cualquier familia del continente del sur. Ahora, cuando su pluma se ha
detenido, lo recordamos sentado a la vera de un camino de provincias, cerca de
su natal Aracataca o en México. País que tembló el mismo día de su muerte.
Curiosamente durante los funerales del Gabo Grande, otro fenómeno natural
anunciaba la eternidad espiritual del Maestro. Un aguacero interminable caía
sobre las techumbres del pueblo que lo vio nacer.
García
Márquez es uno de esos genios que la humanidad regala cada cien años, y no queda
otro camino que aceptarlo. La soledad que se enseñorea en la América en este instante,
sólo se compara con las lluvias infinitas sobre Macondo, la sabiduría de
Melquiades, los inventos de los gitanos, la tenacidad de José Arcadio, la
persistencia del Coronel a pesar de que no le escriban; y mil y una maravillas
que hicieron del Gabo un ser tan místico. Extrañaremos que la literatura no
pueda mencionarlo ya como al sabio triste, cuya única receta de felicidad era
una noche loca de amor. Sus crónicas no estarán en nuestros diarios, con
valoraciones que hagan del periodismo el oficio más hermoso del mundo.
El
Maestro, tan sabio, seguro conocía hasta la mala hora de su muerte. No extraña
que abrigara una crónica para anunciar el suceso; pero dicho escrito no se lo perdonaríamos. Quizás se hubiese
tratado de la única columna de García Márquez que nadie querría leer.
Así nos
dijo adiós para irse a Macondo. Con más alusiones al amor que a la muerte.
Porque él, como todos los viejos de alas enormes, como todos los hombres
tristes de encanto, estaba y estará en la eternidad, siempre loco de amor.
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