Para
los cubanos que se levantaron un diez de octubre del 68 la Patria, escrita con
mayúsculas y dicha con grandeza, era una isla lejana. Sólo algunos la avistaron
a través de los siglos de viajes desde la llegada del Gran Almirante. El Padre
Varela por ejemplo la vio libre y pura, llena de piedad. Y aquel otro, que era
José de la Luz y daba luz, arrojó luz sobre la cuestión cubana, con la
intención de iluminar el camino.
Cuando
Céspedes y los suyos decidieron que Patria era el camino más seguro para llegar
a República y que sólo la igualdad garantiza la libertad, la tierra de Oriente
tembló. Siglos de opresión se fueron como se van las sombras ante el día, y de
aquel sol salieron lágrimas de dolor por los muertos y alegría por la nueva
vida.
No
siempre se ve nacer una Patria, y aquellos que tienen la oportunidad lo cuentan
como un hecho casi sobrenatural. No siempre el hombre llama hermano al hombre,
ni la tierra da el fruto que debe dar. Porque en Cuba la tierra dio amargores
que enfriaron la caña de azúcar en veneno y luego en sangre y huesos.
De
los huesos de los esclavos salió el espíritu nuevo. De pecho de los patricios y
los letrados nació el espíritu viejo del caballero. Cuando Céspedes levantó su
bandera y en claro español cubano dijo: ¡Libertad y Patria!, estaba haciendo de
su vida la nuestra, y de su muerte la de muchos. Un hombre nunca está solo
cuando sirve a muchos, ni un hombre se equivoca cuando es justo.
Aquel
momento de hombres justos, aquel diez de octubre profético, marcó el inicio de
una Patria cara, gigante en dignidad y cara por querida casi en exceso. De esos
hombres justos estamos hechos, en aquellos tiene Cuba sus verdaderos hijos.
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