Era ya
tarde cuando fui a entrevistar al Viejo Eremita. Lo hallé envuelto en una
toalla estilo Thomas Chippendale y un
turbante hindú. Su pasión por el erasmismo lo llevaba a un conjunto de
excentricidades, que al cabo se disolvían en una intrascendencia clave e
inevitable.
El
Viejo Eremita era tan viejo como eremita, nunca se le conoció por otros
atributos a pesar de su multifacética producción literaria. Iba desde el cuento
fácil hasta la pornografía barroca. Pero el papel que asumió como ser apartado
y antiguo sustentaba una fama mundial, la cual servía de alimento a los
entresijos de sus obras.
“Un
Viejo Eremita no siempre fue viejo y eremita, como suelen creer”, estas
palabras salieron de una boca fumadora y barroca. Como esas historias que
hilvanaba en secreto y que nadie lee y todos dicen leer. Me explicó que su
ceguera, otro atributo, no sólo era falsa sino verdadera. Falsa por carente de
sustento real, y verdadera por irrebatible.
“Cuando
un hombre decide no ver, no ve nada”. Claro, él no veía, pero observaba más que
los demás desde su torre de marfil. Su turbante le servía de antena para
plagiar aquellas metáforas del aire que nadie usa, y la toalla estilo Thomas
Chippendale era una especie de escudo medieval que lo mismo se usa en las
nalgas que en el pecho. La utilidad de aquellos atributos físicos se vinculaba
a la cábala y al deseo que tiene todo eremita a saber del encierro real de
otros. “Porque el verdadero encierro es la libertad que gozan los demás”, insistía en señalar a lo
largo de la entrevista.
La Humanidad
necesita de eremitas que encierren esa parte del hombre que es una bestia y que
así logra la libertad más absoluta. Por lo general dos castas se destacaron en
dicha tarea: los santos y los escritores. Ambas profesiones igual de
intercambiables e inútiles. Aunque haya hombres sin tacha, la tacha sigue,
aunque exista el arte, se hace aún contraarte.
Así que
un eremita lo mismo pudiera encerrarse que no, ambas acciones resultan útiles e
inútiles. La utilidad del encierro está en el encierro mismo, que resulta una
virtud. Su inutilidad reside en que no cambia nada ni aspira a cambiar nada. De
todas formas un eremita vive encerrado, así esté libre. En una muchedumbre se
sentirá eremita.
Los
mejores, como mi entrevistado, se iban a la casa, construían pobres chozas,
echaban mano a torres improvisadas con palos, pintaban viviendas de pescadores
en viajes a paisajes imaginarios. El acceso a su literatura, siempre escabroso,
implicaba la entrada en un mundo de encierro. Para algunos lectores esos
elementos literarios, como un cuarto, una cama, la máquina de escribir y la
infelicidad; son sutilezas de otro encierro. Pero la obra de un autor es su
primero, esencial y único encierro.
Un eremita
de la literatura tiene además otras cualidades. Hermetismo es el sustantivo que
de inmediato los críticos cincelan a la entrada de esos encierros. Hermes, dios
de la comunicación, encripta su mensaje para que sólo lo lea aquel avezado. Y
así la poesía o el relato actúan como cartas privadas que un eremita escribe
para todos, y que lee el elegido. De manera que la obra funciona como celda
cerrada y jaula abierta.
Lo que
para unos es celda, otros lo toman como la Puerta.
La Puerta es el
único camino.
Sólo el
eremita lo transita sin moverse de sitio.
En
verdad el eremita se mueve.
Los
demás lo vemos inmóvil, porque estamos como en piedra.
Todo
eremita es un Gran Móvil y mueve a los demás eremitas mensajes que a su vez
moverán el movimiento colectivo. El móvil del eremita está en lo inmóvil, o lo
que vemos como tal. Ellos deciden ver para no ver, nosotros no podemos decidir
qué ver y por eso jamás vemos nada. Sólo el eremita en su caverna accede al
fuego y vive dentro de las llamas.
La gran
tragedia de mi eremita era su temor a que lo accedieran.
El
acceso era la transgresión y la burla a su erasmismo recalcitrante, la ruptura
de la celda y la llave que se pierde. Volver al encierro se torna luego
imposible. El eremita por su propia naturaleza rehúye dar la mano, saludar o
decir “hola” aunque sea de lejos. Permite que se sepa de su vida sólo
fragmentariamente y a través de los siglos, mediante hagiografías de santos
escritas a mano corrida en medio de los monasterios.
Todo
eremita es ante todo un monje, no importa de qué credo. Los hay literarios,
pero también de la comida chatarra, el sexo, la falta de sexo, la soledad y la
adicción a las muchedumbres que gritan y a la vez sostienen el silencio. Los
que escriben historias o poemas a menudo tienen una celda en lo alto de un
castillo, una jaula tapiada que da a la campiña. Le llevan la comida y él bebe
y vive mientras oye el canto de los pájaros.
Todo
eremita es el Eremita con mayúsculas. Lleva en sí el erasmismo mayor y lo
guarda como una logia, jamás devela el misterio de su encierro ni la antigüedad
de esos escritos. En una cronología de eremitas se sostiene que la finalidad
última de esos hombres está en una Obra Mayor, cuyo trabajo consiste en
proseguirla y dejarla siempre inconclusa. Aquel libro de libros trata sobre
todos los libros, los escritos y los imaginables. Los inimaginables y los
indecibles. De manera que los eremitas tienen un gran valor y a la vez carecen
de valor; encarnan la superficie y viven en lo profundo; están en todas partes
y carecen de residencia.
Esos
erasmistas constituyen una logia sin logia, que jamás toma conciencia de su
organicidad ni su estructura.
Según
la leyenda, los eremitas viven a la espera de un eremita de eremitas. Un
plebeyo que vaya sobre un asno y diga la verdad sobre el libro siempre
inconcluso. En manuales apócrifos se prueba la posibilidad de ese mesías, pero
el credo de casi todos refuta su plausible venida. Por constituir libros
sediciosos sólo se leen a la luz del candil, en noches donde resulta fácil la
refutación y el arte negativo.
Aquel
eremita de la literatura no estrechó mi mano, no saludó, sólo emitió bocanadas de humo barroco en medio de la
entrevista. Un encuentro que dejó casi nada que publicar. No le interesaba el
futuro de su logia, porque se supone que nunca hubo un pasado o un presente.
Tampoco le incumbía la palabra logia, o el término eremita. Ambas carecían de
sustento si se ponían bajo miras metafísicas. Y la metafísica es el arte de
indefinir lo indefinible. O sea de oscurecer lo oscuro.
Su
ceguera habitual era voluntaria y declarada, sus escritos estaban en blanco, su
mirada iba hacia la pared como el que se busca en las manchas de humedad.
Aquella mirada era un cuadro polisémico, o sin sema. Como quiera que se le vea,
el eremita erasmista estaba en un estado donde la verdad y la mentira carecían
de peso, al punto de que ambas flotaban como equivalentes en ambos puntos de
una balanza.
El
sentido de una entrevista con el viejo eremita de la literatura pudo estar en
conocer su aporte a esa historia inconclusa que jamás se ha de escribir. Un
libro de libros que sólo los apócrifos prometen darle final, pero que estos
hombres del desierto, los castillos y las letras inconformes y las páginas en
blanco; jamás tomarán en serio.
El
eremita no toma nada en serio, su vida sólo es seria cuando se abandona el
encierro y entonces deja de ser vivida. La vida del eremita depende de su
muerte constante, de que niegue entrevistas u oculte datos, de que no concluya
el libro de libros, en que le suban la comida con rondanas hasta la ventana de
una celda tapiada. El desierto es desierto gracias a los eremitas. No hay
literatura, no hay sombras, no hay libros; sólo quedan estos seres de bocanadas
barrocas que dicen y no dicen y viven en una contradicción que alguna vez será
la única y real coherencia.
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