Pelly, el limonero |
Están sentados en el parque, uno lleva un palo con una
bolsa de nailon, otro registra en un latón de basura, algunos piden dinero. Si
se les ingresa a un centro de atención no tardan en escapar. No toleran un
orden establecido, viven en la libertad de las calles desiertas o repletas. Les
gusta la parranda, aunque las diversiones y la comida sean caras.
Los hay gritones y silenciosos, corredores y estáticos,
cariñosos y gruñones. Uno de ellos se me acerca.
-¡Me voy para la Habana, pero no tengo dinero!
Registro mis bolsillos y sólo encuentro un billete
menor, muy poco para llegar a la capital de Cuba.
-¡Me voy para la Habana, sin dinero!
-Bueno, vete sin dinero –le digo.
-¡Ah, pero serás comemierda! ¿Cómo voy a irme sin
dinero?
-Toma -le dice alguien- aquí hay cien pesos, con eso a
lo mejor llegas hasta Pinar del Río.
Y el loco se va calle abajo hasta la Terminal de
guaguas, son las dos de la mañana, a esta hora no sale nada hacia ningún lugar.
Pelly es un hombre grande, fuerte, bien “comido”,
hasta ayer trabajaba como guajiro en una finca de la zona. Sembraba yuca,
malanga, recogía arroz y era un bárbaro desbrozando marabú. Ahora muestra por
todo el pueblo la corpulencia de su masculinidad, pero disfrazada con prendas
femeninas. Cambió el pantalón verde olivo por una sayita de quinceañera por
encima de la rodilla, la camisa de las MTT (Milicias Territoriales) por una
blusa con bolas de colores.
Ahora Pelly vende limones y escribe décimas, saluda
con gentileza y se sienta prudentemente en una esquina del parque o viaja en
guarandinga de un pueblo a otro para buscar su mercancía. Se dice que tiene un
hermano gemelo, igual de fuerte y trabajador. También se habla de una sabiduría
que aún no pierde, a pesar de su locura evidente. Es de los pocos que nunca
pide dinero, pues le avergüenza que lo tilden de loco.
Ninguno quiere ser loco, todos se dicen normales.
Y mientras Pelly pasa y la gente se burla y yo lo
encuentro encantador, pienso en Lucía. Ella es como una sombra, nadie conoce su
voz. Camina con un saco al hombro y un libro en la mano. Lee a Kant, conoce de
teatro clásico, le gustan los entremeses de Cervantes. Se sienta a la sombra de
los framboyanes del parque con un volumen de filosofía.
De Lucía se cuentan muchas cosas, pero sospecho que
todas son mentiras. Un marido que la obliga a robar y la golpea, una infancia
lúcida repleta de conocimientos que de nada sirvieron. Sólo es evidente la
miseria material y su rostro triste, silencioso. Remedios le tiene cariño,
compasión.
Pero a veces los locos tienen familia y viven felices,
Raúl por ejemplo es un niño viejo que todos adoptamos como propio. Le gusta
caminar por la calle del Paradero, frente a la tienda en divisas.
-Todo el mundo comiendo bueno y el bobo comiendo
mierda, todo el mundo en la shoping y el bobo comiendo mierda.
O con su letanía de siempre.
-¡Ay, yo quiero una pizza!
-Vaya Raúl ahí tienes tu pizza.
Y se va rumbo al parque o a la casa de Fidel Galván,
el director del Grupo de teatro Guiñol.
-¡Fide, yo quiero un muñeco!
Y ahí le regalan un caramelo o cualquier chuchería.
Raúl “El Bobo” se precia de ser uno de los locos más
limpios del pueblo y tiene una memoria bastante desarrollada, se acuerda de los
nombres de todos los vecinos de Remedios. Un accidente le robó la lucidez
cuando niño y desde entonces lo cuidó su mamá. Compone cantos guajiros que
suelta de improviso en medio de la calle, palabras que sólo los locos dicen y
la gente jamás repite.
Pero siempre hay en los pueblos un sabio al estilo
clásico, un Sócrates de imagen quijotesca que cita pasajes en latín y francés y
mira a los demás desde arriba. Su orgullo es tan evidente como pintoresco. El
Milífico dice que conoció a Vasco Porcayo en persona, también se adjudica
alguna lejana herencia de los Mansos y Contreras. Tiene un bastón de marabú que
él decora profusamente y usa una bolchevique intelectualoide. Entre los
jugadores de ajedrez es un as, tanto que un retrato suyo preside la Academia de
Remedios. No hay video casero, documental o grabación donde no salga el
Milífico.
-Yo amo mucho Remedios, que es una ciudad llena de
cultura, donde la gente sabia se sienta a conversar todos los días.
Camina lentamente, usa zapatillas de marca y a veces
una chaqueta negra con camisa de mangas largas, en pleno agosto. Parece uno de
aquellos caballeros de la época antigua, resucitado en esta era del internet
por wifi y del turismo extranjero. Nunca lo he visto pedir dinero.
Claro, también está Cristóbal, famoso por su frase
“oye regálame diez dólares”, la cual repite delante de las guaguas llenas de
franceses, alemanes, ingleses. O cuando se detiene en la puerta de la sacristía
como si fuese el portero, para cobrarles a los visitantes.
Desde que aumentara el turismo, creció el número de
locos. Los hay limpios y camuflados, sucios y asediadores. Cómicos y
desagradables.
Con motivo del quinientos aniversario de la ciudad de
Remedios, se brindó atención especial a todos los locos. Por fortuna quedaron
ilesos los más encantadores: Pelly, Prematuro, Raúl el Bobo y el Milífico.
Otros, menos conocidos y queridos, ya no se dejan ver. Dicen que les dieron
asilo en instituciones estatales. Los habitantes de la ciudad, siempre
compasivos, no aceptan maltratos ni desapariciones.
-Vayan a ver cómo ustedes solucionan el asunto de los
indigentes –les dicen a las autoridades- porque no queremos violencia.
O como me explicó un amigo artista hace poco: “tú
sabes que no acepto que asedien a los turistas, pero tampoco que se pierdan del
parque nuestros personajes más pintorescos”.
El fallecimiento de Lino Lobatón, uno de los locos más
conocidos de la historia local, conmovió la ciudad. La radio reportó el suceso
y hubo quien solicitó la presencia de la banda de conciertos en el entierro
para honrar al único tipo popular que alcanzó la categoría de Hijo Ilustre. Lo
cierto es que hasta una sinfonía y más de una canción se hicieron en nombre de
Lino, el inventor de la jungla casera (pedazos de carrozas y trapos que
recopilaba por el pueblo y que luego ponía en la sala de su hogar).
Una vez visité la casa de aquel loco, la puerta
mostraba un cartel que decía “Linos Jungle”. Adentro, cuadros pintados con tiza
azul representaban las galaxias infinitas y en lo alto un trono con una bandera
cubana y un radio, donde el personaje sintonizaba emisoras de otros planetas.
Pasillos llenos de ratas y majases, montones de basura que formaban una selva
de trapo, telaraña, desechos plásticos, cartón viejo.
-No le hace daño a nadie, pero está loco.
-Él es así desde chiquito.
-¡Yo no sé porqué Salud Pública no cierra ese centro
de propagación de epidemias!
La radio y la televisión nacionales reportaron más de
una vez desde los pasillos cochambrosos de La Jungla. El presentador Julio
Acanda trajo cámaras y micrófonos hasta Remedios, para filmar a este
protagonista del realismo mágico isleño. De ahí salió un episodio más de “Somos
Cuba”, donde Lino aparece narrando sus orígenes: “nací un día en que hubo
terremoto”.
-La culpa la tuvo Acanda, que lo hizo famoso y lo
acabó de volver loco.
Él se ufanaba de sus méritos y salía con su carretilla
llena de tarecos, usando un casco de constructor y una capa. Cuando lo conocí,
ya la jungla no era tan grande, Salud Pública había visitado la casa sita al
final de la calle León Albernas. Aún así posó para unas cuantas fotos, mientras
sostenía una bandera cubana hecha trizas.
-¿No tiene un dinero que me pueda dar?, es que paso
mucho trabajo.
La soledad de aquel hombre en medio de su “obra
maestra” me dio tristeza, vi un anciano enfermo que vivió una existencia
irreal.
Me despedí de Lino como si fuésemos amigos de toda la
vida, ¿qué digo amigos?, ¡hermanos! Su voz aún resuena en mi mente cada vez que
paso por delante de la antigua jungla, hoy ya una casa limpia y vacía. Los
herederos terminaron con la leyenda.
Antes de morir, quiso como última voluntad que durante
su entierro tocara la banda de conciertos de Remedios, institución que se negó
rotundamente al homenaje. La ciudad se portaba de manera ingrata con uno de sus
hijos. El gesto de los músicos aún es criticado entre los vecinos.
La historia de Lino Lobatón se sitúa junto a otras que
aún están por escribirse. Julio Problema fue otro ser mágico, cuya sagacidad
mental alelaba a los remedianos. Sentado en la acera, al final de la calle
Maceo, le lanzaba acertijos a los poblanos. Juegos donde primó más el sentido
común y el humor que el nivel intelectual.
-A ver Julio, ¿qué problema traes hoy?
Y él iba con sus teorías extrañas y sus vaivenes. Una
de las más famosas estuvo relacionada con la cantidad de hojas que tenían los
árboles del parque, cifra que él decía manejar. Otra gran paradoja era qué
estaba más cerca, Caibarién o la luna. La gente decía obviamente que la ciudad
cangrejera distaba sólo siete kilómetros de Remedios, mientras que el satélite
de La Tierra estaba mucho más lejos. Pero Julio les decía entonces que por qué
la luna se veía y Caibarién, no.
No había forma de ganarle una pelea “intelectual”,
siempre tenía salidas para toda clase de preguntas. Se la pasaba retando a las
personas más instruidas del pueblo: “te tengo la última…” –les decía. Su
obsesión con los extraterrestres lo llevaba a sintonizar estaciones de radio
marcianas, o a salir en medio de un ciclón a establecer contacto con ellos. La
gente lo recuerda con cariño y señala siempre la casa donde viviera este
“genio” de las adivinanzas y los retruécanos. Apareció muerto una mañana en
medio del terreno de pelota que hay al final del pueblo, en ejido del sur.
Remedios tuvo siempre seres encantadores, no son
vagabundos ni mendigos, sino destellos de una forma diferente. Testigos de las
calles y los siglos.
Una vez al preguntarle a un viejo historiador acerca
del lugar que tienen estos personajes en la conformación de nuestra cultura,
obtuve una respuesta simple y enigmática:
-Los locos son la memoria al revés.
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