Un cuento absolutamente incomprensible
Seres de papel
El otro Julio
De cuando quise ser un mediocre
La consagración
El Imperio invisible de la mafia Capiro
Entrevista con el viejo eremita de la literatura
Toda historia es una historia de detectives
Un señor muy gordo con unas ganas de vomitar enormes
El hombre ontológico
Bloqueo mental
Un soplo de poesia
Mis lectores florecen al fin
Confesiones de San Patracio
El que guarda las llaves del reino
T
El encanto de ser raro
Entrevista con Lina de Feria
La mala hora del Gabo
Los crímenes de Dostoievski
poesia maldita
La enamorada de Kafka
Ya no quiero ir a París
Los periodistas salvajes
Blue boy
La extraña noche a rayas
Historia de le muerte de muerte
Con motivo del 500 Aniversario de la ciudad de Remedios, tuve el privilegio de estar entre los jóvenes narradores que publicaron bajo el sello 500, acá les dejo los dos cuentos que la Editorial Capiro me editó:
Una novela para enjaular tigres
En
aquella pesadilla los tipos de al lado no me dejaron llegar al final: justo en
el desenlace del asunto, unos gritos de borrachos sonaron a través de la pared
y tuve que despertarme.
Bueno,
en mis pesadillas yo vivía en el siglo XIX y escribía cartas a la policía, en
ellas me burlaba de los detectives mientras destripaba las vulvas y los vientres
de las prostitutas. Nunca me lograban atrapar. Tan persistente era aquel sueño
que yo incluso trataba de dejarme prender, para ponerle fin. Pero cada noche
venía la misma experiencia onírica y mis crímenes eran perfectos.
La
única diferencia entre el siglo XIX y mi época era que yo encarnaba al
pinguero, al chico puto del presente; mientras que en sueños mi temperamento de asesino casi se
emparentaba con las delicias de la corte victoriana.
Pero
aquella vez yo estaba a punto de ser atrapado por la policía inglesa, y dejar mi papel de destripador. Los borrachos
abortaron la experiencia onírica. En otros sueños de mi infancia, fui un
cazador de tigres que una vez enjaulados se transformaban en videntes adivinos,
curanderos y reyes del pasado. Pero con la adolescencia los viajes a través de
lo onírico se hacían más cercanos a experiencias históricas reales, o por lo
menos bastante parecidos los reportes de
la prensa, y los libros de anales escritos en el colegio de conjeturadores.
Al fin
dejé que me prendieran y la policía inglesa puso sus manos y sus leyes rígidas
sobre mi cuerpo onírico. Los oficiales,
una vez atrapado yo, me encerraron en un cuartucho de la estación y se
trasmutaron en hechiceros medio tigres. Un culto extraño, relacionado con las religiones del Indostán y la ballena
oculta del canal de Bering se realizaba ante mis ojos. Me veneraban.
De
vuelta a la realidad busqué información sobre Jack el Destripador, estuve meses
corriendo detrás de los bibliotecarios, visité la casa del escritor Leonardo
Padura, que lo sabe todo o casi todo. Establecí contacto por Facebook con Dan
Brown. Pero ni siquiera el autor del Código de Da Vinci era capaz de dilucidar
la existencia de una secta adoradora de ballenas ocultas. En una de aquellas
búsquedas sólo me topé con un artículo de la Wikipedia, acerca de la capacidad
de ciertos prostitutos de la era helénica para viajar en el tiempo trasmutados
en dioses. Según el escrito, dichas deidades asumían el papel de sangrientos
espíritus cuya sed de muerte se calmaba mediante sacrificios o asesinatos. Dos
ejemplos ponían sobre ese caso teológico, el primero en la antigua Cartago,
donde se sospecha del dios Moloch; también en Inglaterra Scotland Yard registró
en tiempos de Eduardo VII la existencia de una secta desconocida que adoraba a
un ser inespecífico.
Había
veces que no supe si yo era aquel dios británico o el puto de Centro Habana. Ya
iba por las calles de mi ciudad cubana con aires superiores, y un cuchillo
destripador en el cinturón. En varias ocasiones hice trizas las entrañas de
algún viejo español desprevenido. Dan Brown el autor más vendido, y JK Rowling,
la escritora de Harry Potter, se interesaron por mi caso. Gracias a ambos viajé
a Londres para buscar en el Museo Británico posibles datos acerca de mi otra
vida. Según la Rowling yo padecía de una misteriosa enfermedad que sólo se
trasmite a través de dos vías, el sueño y la reencarnación. Para Dan Brown mi
experiencia tenía un marcado matiz subjetivo, quizás porque algún nexo judaico
pulsaba dentro de mí a través de mecanismos sicológicos reprimidos. Tuve que
esquivar la insistencia de Stephen King, quien quiso entrevistarme para una
novela sobre monstruos victorianos. Lo que menos yo quería era transformarme en
un best seller.
Así
que volví para la Habana, pero ahora bajo la vigilancia de la secta de los
escritores ocultistas, cuyo centro se nucleaba alrededor de la institución
Onelio Jorge Cardoso de formación literaria. Una organización fantasma dedicada
a sufragar viajes a autores miembros, con el propósito de apropiarse del
panorama de las letras cubanas. Según aquellos sectarios, mi caso cuestionaba
fuertemente la existencia del dogma pétreo de su grupo: un escritor jamás viaja
en el tiempo, sino en el espacio. O sea que para ellos una travesía a través de
los siglos, aunque fuera posible, está prohibida. Sólo permitían traslados en
la materia física concreta e histórica del momento.
El lío
es que yo por entonces no era aún escritor, pero debí meterme en ese mundo para
buscar la protección de Leonardo Padura, mi nexo con Dan Brown y JK Rowling.
Esta última usó mi experiencia como motivo en una de las partes de su saga de
Harry Potter, en evidente intertextualidad que servía como mensaje al resto de
los autores del mundo. Los creadores de ficción, más allá de simples
juguetones, son sabios que cifran sus secretos en las novelas. A los líderes se
les permite escribir best seller, ya que se trata de una astuta forma para
propagar comunicados en códigos mucho más crípticos que el lenguaje directo.
Dan Brown y Rowling me prohibieron que les escribiera otra vez por Facebook, o
que visitase la casa de Padura. En lugar de ello, la comunicación sería a través de los libros
de dichos autores. Todo para evitar el contacto con los escritores del Centro
Onelio, vigilantes de las redes y con amplios vínculos con círculos de poder
mundiales como la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos. Mi caso
y el del ex agente Edward Snowden asumían así las mismas cualidades. Mientras,
yo viajaba en sueños a la Inglaterra victoriana, donde la policía inglesa
rendía culto a mis impulsos sangrientos.
Develar
los mensajes de Dan Brown no era fácil, fue como desandar el Museo del Louvre
al revés una infinitud de veces. Para sacar una palabra, uní la sumatoria de
los márgenes con la raíz cuadrada al cubo de las líneas de los filósofos de la
Iglesia. Todo ello dio una figura sin forma, cuya asimetría era no obstante
perfecta y aparentaba una constante similar a pi. Los cifrajes de Rowling
estaban más a flor de piel, pero su puesta en práctica escapó a la reducida
capacidad económica de un puto habanero. Más allá de algunos conjuros caseros y
rezos de brujería, jamás supe dónde hallar los libros de magia que ella me
sugería a través de la saga de Harry Potter: un “Manual para destripar putas
inglesas a media noche”, o el secreto de “Cómo manejamos la opinión del tiempo
y el espacio a través de los vientos de la escoba”.
De
manera que me dediqué a seguir las publicaciones cifradas de Leonardo Padura,
en especial “El hombre que amaba a los perros”, donde las mudas espacio
temporales eran un despiste para los miembros del Centro Onelio, y un llamado
de atención para mí acerca de cuáles pasajes debía indagar. Tras años de
lectura paciente, sólo había una verdad en todos aquellos libros. Ni Dan Brown,
ni Rowling, ni Padura, ni siquiera Stephen King, sabían nada acerca de mi caso.
Sin embargo recibí una carta de John Grisham sobre cómo Margarite Yourcenar
sufrió de los mismos trastornos toda la vida, hasta que escribió Memorias de
Adriano. En sus sueños ella era Antínoo. La salida del best seller acerca del
emperador romano y toda la corte la curó de los viajes espacios temporales, así
como de la comisión de delitos.
Nunca
supe cómo Grisham supo de mi caso, pero empecé a sospechar de la existencia de
una cofradía de autores que ya conocían lo que yo estaba sufriendo. La
confirmación vino cuando Padura a través de su obra “Herejes”, me convidó a
participar en el congreso de autores a realizarse en Filadelfia, en un sótano
famoso por esconder en el pasado tanto a zombis como a seguidores del Ku Klux
Klan. La convocatoria se difundió por
Facebook para despistar bajo el nombre de “Encuentro de escritores
fantásticos”. La protesta de autores cubanos como F. Mond no se hizo esperar,
pero nos justificamos de una forma muy inteligente: se trataba de un evento
para escritores fantásticos, o sea inexistentes o con cualidades
extraordinarias. Nadie en Cuba cumplía con tal requisito elemental para el
ingreso.
Limpiaron
con cuidado el sótano de Filadelfia antes del evento, para buscar los posibles
micrófonos. La wifi local se desconectó del servidor federal para evitar
interferencia en la red, ya que el debate se trasmitía a través de un Tuiter
interno para el resto de los autores fantásticos que no pudieron asistir. Toda
la discusión giró alrededor de qué tipo de novela yo debía escribir para
salvarme de los viajes en el tiempo. Bram Stoker en su momento hizo Drácula,
para protegerse de la recurrencia a los tiempos de Vlad el empalador. Aunque eran evidentes la época y el personaje
protagónico que debían usarse en mi caso como referencia textual, el
tratamiento estilístico resultaba una esencia.
Todos
coincidieron en que era necesario guardarme de los miembros del Centro Onelio, los
cuales ya preparaban un atentado en mi contra en La Habana. Un libro de
técnicas narrativas con polvo de ántrax incluido. Una cosa era segura, mi caso
estaba destinado a ser una gran novela. Y eso le dolía mucho a Daniel Chavarría
y los auspiciadores del Premio Calendario, donde sólo se aupaban autores
jóvenes de una propuesta más nihilista que la nada y más muerta que la muerte.
La
idea genial en el congreso la tuvo Stephen King, ¿por qué publicar mi novela en
este tiempo?, lo mejor y más original es sacarla en la época victoriana. Así se
les enviaba una señal a los autores ingleses de aquel tiempo que sufrían mi
mismo síntoma. Además, yo competiría con grandes de las letras como el propio
Oscar Wilde. Así fue como mi otro yo, Jack el Destripador, se convirtió en un
autor del siglo XIX.
Mi
obra salió a la luz primero en forma de cartas que le envié a la policía,
burlándome de su estupidez. Luego di a luz una historia tan oscura y cruel que
fue censurada en las Islas Británicas, y aclamada al otro lado del Canal de la
Mancha. A la Inglaterra de la época llegaron algunos miembros del Centro
Onelio, a través de vías desconocidas. Intentaron darle fin a mis escritos,
colaboraron con la censura para influir en mi carrera literaria. Pero logré
incriminarlos como culpables de la muerte por destripamiento de las putas del
barrio de Whitechapel.
Con la
llegada del siglo XX, Londres se volvió más abierto al liberalismo y publiqué
obras más honestas. Mis enemigos ya no se atrevieron a viajar a través del
tiempo, luego de que varios acabaran en la horca. Sólo de vez en cuando recibí
en mi casa londinense algún mensajero de Padura, para contarme que Stephen King
hizo una novela basada en toda esta experiencia de las travesías temporales
literarias. Me agradó el clima húmedo y las calles oscuras, no he vuelto a La
Habana.
La casa a mitad del mundo
Una
parte de su cuerpo pensaba de una forma y la otra mitad de su persona asumía
posiciones filosóficas opuestas. Lograr la conciliación era difícil, incluso
para cuestiones tan simples como ir al baño o tener sexo. Su porción derecha
seguía el pensamiento de la derecha mundial, mientras que la izquierda tenía a
la izquierda radical como guía.
El
dilema comenzó cuando trazaron un muro que dividía el mundo en dos y su casa
quedaba justo en el medio, de forma que una porción pertenecía al comunismo y
otra al capitalismo. Su caso sólo podía compararse con la dualidad de los
gemelos siameses, pero multiplicada por mil. Él pudo irse del sitio cuando
trazaron la línea divisoria, como hicieron otros vecinos. Pero no predijo el terrible
fenómeno al que se expuso quedándose en aquel lugar, después de todo la
conciencia no es cuestión de vecindarios, ni de repartos globales. O eso creyó
él al principio.
Un
simple divorcio entre las funciones de sus dos mitades dio la alarma al desastre
existencial: cuando él miraba hacia la porción derecha de la casa, el ojo
izquierdo se le cerraba. Igual, si dirigía la vista hacia la parte izquierda,
el ojo derecho se negaba a abrirse. Ambas realidades comenzaban a obviarse,
primero visualmente, luego con otras implicaciones prácticas más profundas.
Muchos
filósofos hablaron del dualismo de la existencia humana, pero nunca al punto de afirmar el fenómeno
con suficiente contundencia. Este ser dual sustituyó al hombre normal y
unificado que hasta entonces ocupaba una casa en el límite del mundo, entre dos
imperios, dos maneras, dos sistemas. Por otro lado su caso no interesaba a los
científicos y políticos de ningún bando, ya que ello presupondría la
verificación del conflicto en un plano demasiado freudiano para las
concepciones totales y hegelianas predominantes en el terreno de la teleología
sistémica.
Cuando
la agudización de las contradicciones entre el hemisferio capitalista y el
socialista llegaron al punto de no retorno, se evidenció una división
equitativa en la personalidad del sujeto. Dicha escisión se manifestaba de las
siguientes maneras. Por ejemplo, el consumo material es uno de los pilares del
capital, mientras que para la visión materialista histórica se trata de la
norma más elemental de enajenación. Esa dicotomía llevó al sujeto primero al
desenfreno consumista de cualquier cosa, y luego a la abstinencia casi santa de
probar bocado. Estuvo gordo como un cerdo y después flaco al borde de la
muerte.
El
insomnio lo perseguía en ambas mitades de la casa, porque cuando intentaba
dormir en la porción capitalista acontecía que las consignas comunistas
arreciaban dentro de su cerebro. Y viceversa, en la parte socialista los
comerciales saltaban con el automatismo y la estridencia de una máquina. El
Gran Patrimonio de su ser dual eran unas ojeras tremendas.
Además,
sostuvo frecuentes discusiones consigo mismo, que siempre terminaban a golpe
limpio. Una parte de sí amenazaba con
lanzar la bomba atómica, mientras la otra respondía que confiaba en el
desarrollo de la conciencia de lucha de la clase obrera. Ambos hemisferios
actuaban de forma totalitaria, sin verdades flexibles o mentiras desmontables.
La supuesta democracia capitalista era sólo una entelequia. La dictadura del
proletariado encarnaba a la vez el concepto y la paradoja práctica, y ello la
igualaba a su par o contraparte burguesa.
Unas
veces él salía con una bandera de la Comuna en las manos y gritaba contra el
orden establecido y por la destrucción de las máquinas. Otras, dejaba verse en
traje de mal gusto y con un puro habano al estilo Churchill. Disertaba contra
el comunismo como si estuviese ante la Cámara de los Comunes. Sus gustos iban
desde la Marsellesa hasta la Novena Sinfonía, de la Internacional al Rule
Britania. Era proletario y lobo de mar, maquinista de trenes y dueño de
acciones, líder sindical y miembro del Ku Klux Klan. Estudiaba a Marx y leía a
Nietzsche, mezclando citas de ambos autores con pasajes de la vida de
Carlomagno y Gramsci.
Su
casa era una barricada y un Centro Financiero, la sede del Opus Dei y un
Congreso del Comintern. La visitaban a la vez los jefes del Kremlin y los
halcones de la Casa Blanca, quienes al encontrarse se jalaban los pelos e
intentaban atentados. Varias veces el hogar a mitad del mundo explotó y fue
restaurado, se declaró sitio hereje y monumento sagrado, templo del orden y
lugar sedicioso. Él, dueño y explotado, señor y siervo, asumía todas las
personalidades sin afectación o fingimiento.
Pero
su escisión se hizo demasiado sediciosa a los ojos de los inquisidores de ambos
sistemas. Le exigieron simpatía por uno o por otros, le dieron un plazo para
decidirse. Inútil. Ya no sólo el cerebro y la conducta, sino ambos hemisferios
corporales respondían a tendencias ideológicas contrapuestas. Una simpatía
unilateral equivalía a la represión eterna de una porción importante de su
persona. Con los traumas y la vida incompleta.
Cumplido
el plazo, ambas comisiones reclamaron adhesión a la causa comunista o burguesa.
Se presentaron ante la casa en el medio del mundo, unos con las banderas de
Wall Street, otros bajo las consignas de Mao. Todos con cuchillos, guadañas,
bombas atómicas y lanzaderas intercontinentales. Pero Él seguía con la vida en
escisión, como las dos caras de la luna, o las mitades de un imán, o los polos
magnéticos del planeta. Sólo tras deliberar que el caso por singular sería útil
en los museos ideológicos de ambos sistemas y hasta como cadáver de estudio,
los líderes decidieron repartirse el botín humano como lo hicieran con el mundo
conocido. Filos cortantes escindieron lo que en espíritu estaba escindido.
Dos
mitades, dos colores, dos sistemas, dos seres incompletos, pusieron fin a la
dualidad. Vivos, pero con un solo ojo, andantes, pero de una sola pierna,
hablantes pero de un solo labio; los dos trozos, el burgués y el comunista
habitaron partes separadas de la casa a mitad del mundo. Sitio escindido que
con el tiempo fue templo de culto a seres incompletos, pero de naturaleza
opuesta e irreconciliable. Ambos pedazos vivieron muchos años entre gritos a
través del muro, amenazas y ofensas. Ambos a su vez murieron y hasta hace poco
todavía se escuchaban esos gritos.
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