Es una historia donde
la muerte lenta se vuelve de prisa, se vuelve en primera instancia hacia ella y
contra ella; porque la muerte lleva muerte a todo y a todos (incluyéndose ella
misma). Esta manera de morir, tan repentina,
tuvo otras implicaciones. La gente siempre perdió la vida con bastante
agilidad y que muriera la muerte sí era un dilema. Nadie mataría, nadie
moriría. Tan de prisa fue la muerte de la muerte que dejó detenidos a los
vivos.
Y esa congelación
estaba a la vista en las ciudades, en los subterráneos y los campos, donde los
niños moribundos no sanaban ni enfermaban y seguían en una media vida. Buscarle
una explicación a la historia de la muerte de prisa, hacer que alguien contara
su devenir, clasificó entre esas cosas tan imposibles como el retorno desde la propia
muerte. Con aquel fenómeno tan de prisa todo acontecía como un reguilete
congelado.
Vi a uno de esos
moribundos caminar la acera con cara de vivo y su espanto aún era de
trance. Llamaba a la muerte por su
nombre, vociferó en mi rostro durante el trayecto en el metro, se bajó los
pantalones para enseñar las escaras de su culo pútrido. Casi no respiraba, ni
amaba. Todos los elementos de la no-vida, pero aún palpitantes de oxígeno.
En el cielo, un cometa
que se hizo visible durante la muerte de la muerte, quedó como paralizado. No
estaba muerto, no, simplemente su aparente vida era tan eterna que decidió
tomarse las cosas con calma. Podía vérsele al cometa de día y de noche en una
esquina del cielo, con su cola cada vez más larga y detenida.
Alguien presentó una
supuesta tesis del por qué de la muerte de prisa. Al morir la muerte, todo era
vida, pero la vida se define sólo a través de su opuesto. Ya tampoco podía
hablarse entonces de estar vivos. De forma que estábamos detenidos en una
modalidad menos cómoda de perder la vida. Mientras más tiempo transcurría, más
caíamos en la no-vida. Y decir no-vida tampoco equivale a morir, sino a la
entrada en un estamento cuya definición habría que buscar.
Ese alguien jamás
reveló su identidad, luego otros revelaron que nunca existió tal fuente. Al
final la teoría devino en hipótesis y en suposición y en rumor y en chisme.
Sólo unos pocos creyeron para contentarse con una muerte ausente.
En el caso de muchos,
nos fuimos a vagar por las ciudades. Atravesamos fronteras abiertas donde los
guardias de mil años de edad tenían rostros de niños del servicio militar.
Dijimos un millón de veces las mismas frases en los mismos sitios,
circunvalando la Tierra hasta roerla y dejarla llena de surcos en los mares y
los llanos. En las montañas vimos caer eternamente la misma manzana, sin que
esta tocara jamás el suelo. Había sitios donde la lluvia quedó a una altura por
encima del desierto, como aguantada por un gigante invisible, sin mojarnos a
los caminantes.
Etapas hubo en que
andábamos entre estatuas no-vivas de personas que sin alcanzar la muerte,
fueron sorprendidas en el acto de morir. Aquellos espectáculos eran dignos de
ferias, pero las ferias tampoco atraían a nadie, porque nada nos extrañaba. En
una eternidad se conoce todo, desde la mujer barbada hasta el murciélago que
habla. La no-vida mataba la curiosidad del hombre, le llenaba la cabeza de
recuerdos, conocimientos, sentimientos, juicios, uniones carnales, apetitos del
vientre. Las ferias siguieron, pero enfermas de no-vida, lugares adonde íbamos
como museos para contemplar los restos de nuestro antiguo extrañamiento. Nos
maravillaba acordarnos de cuánto desconcertaba antiguamente aquel malabarista,
o las argucias de un mago cuyo número sobre la muerte era a la par llamativo y
frustrante, pues sólo mostraba la no-vida.
A veces, en el trayecto
ya fuese desde Nueva York hasta Ontario o a través de los Grandes Lagos, alguno
de nosotros se convertía en estatua no-viva. Lo dejábamos a la vera, ahí
parado, como si su prolongamiento móvil tras la muerte de la muerte
constituyese un error ya corregido.
Los hombres jamás
vivieron un enjambre de vida tal, un hartazgo que repugnaba de placer y de
ascetismo porque el tiempo sobró para ir de uno a otro estilo de existencia.
Cuando era demasiada el hambre, digamos una abstinencia de cuarenta años, pues
nos metíamos de cabeza en la comida otros sesenta hasta que en vez de caminar
rodábamos.
Se iba de los
hombres-hambre al hambre-hombre o sea de la inanición al canibalismo entre grupos. Adicciones por la carne propia que se
debían no a la falta de dicho producto, sino al regusto por comer para llenar
la eternidad de la no-vida. Era una muerte bien incómoda aquella muerte sin
muerte, tanto que por diferentes vías buscamos paliativos.
Nunca supe cuándo, pero
empezamos a notar en los demás viandantes el mismo plan. No importaba quién
ideó aquello, sino su implementación rápida y masiva. La forma de combatir la
no-vida estaba quizás en ignorarla, en mantener los mismos ciclos de la vida y
la muerte antiguas sin importarnos la ocurrencia o no de una vida o una muerte
reales. Físicamente nadie fallecía, pero legal, cultural y socialmente se
establecieron pautas. Cada cierto número de años, digamos setenta y cinco en
los hombres y setenta y seis en las mujeres (el tiempo sí transcurría
imperturbable) las personas simulaban morir. Los familiares armaban el tinglado
del supuesto funeral con capilla y todo, el entierro, las flores, la despedida
discursiva y las lágrimas con vestidos negros. Luego se sacaba al falso cadáver
de la tumba para llevarlo al hospital junto a su madre, y procedía el simulacro del nacimiento. Hasta
que transcurrieran otros setenta y cinco o setenta y seis años más.
Yo nací y morí
doscientas veces. El número de decesos y alumbramientos se alojaba en un carné
que todos presentábamos a las autoridades. Así se mantuvieron las costumbres
familiares y el recuerdo del dolor por la pérdida de este mundo. Pero como
simulacro la cosa comenzó a aburrir. Y estuve entre los primeros en rechazar
aquel espectáculo de feria donde éramos todos los trapecistas y los magos de un
número consabido, de un espejismo de vida y de muerte.
Las risas del
nacimiento y los llantos de la tumba se transformaban en alaridos igual de
horribles, y las estatuas no-vivas no participaban del juego. Ellas estaban
allí, a la vera, paradas en el gesto de coger una flor o decir una mala
palabra. Los habitantes de este mundo, que la muerte de la muerte sorprendió en
medio de la muerte para dejarlos en ese halo de indefinición. Esas estatuas
eran un símbolo de la muerte real ya perdida, eterna, ellas encarnaban el
Recuerdo. Mecanismo del carné y los nacimientos y las muertes, rellenos de la
no-vida.
El Recuerdo dolía, no
llenaba, vaciaba. Huimos del Recuerdo unos pocos caminantes, nos alejamos de
aquella feria que era el mundo. Fuimos hacia los montes al resguardo de las
ruinas de las metrópolis. Allí practicamos el olvido, asumimos que vida y
muerte siempre fueron espejos contrapuestos más que espejismos. Renunciamos a
experimentarlas, así fuese de mentiritas. Nos atuvimos al olvido de todo y de
todos.
Empresa imposible esta
de borrar memorísticamente aquellas vida y muerte físicas, pero camino único
para la renuncia al ritual de las costumbres. De modo que ya olvidamos algunas
cuestiones formales, por ejemplo hace unos veinte años sabíamos las oraciones a
los difuntos y la canción de cumpleaños. Pero con esfuerzo eliminamos esos
vestigios. Nuestra empresa contaba con dos oponentes: el resto del mundo que
vivía en el tinglado y las estatuas de la no-vida. Aquellos rellenos nos
recordaban que el olvido era tan imposible como el recuerdo en un mundo donde
la muerte se fue de prisa y para siempre, dejándonos solos.
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